EL FABRICANTE DE
LUZ
LUIS GANDUL SAN ANTONIO
Paula cepillaba su melenita cobriza cuando
escuchó, como casi todas las noches, la grave pero dulce voz de su padre.
— Cielete, ya es hora de ir a la cama.
Para Paula, su papito era alguien muy
especial. A sus siete años sabía perfectamente que él era de las pocas personas
en su mundo que la comprendía. Siempre la consolaba con tiernas palabras cuando
se lastimaba o manchaba jugando. Además, respondía con la paciencia de un santo
al manantial de preguntas que de su cabecita surgían. ¿Qué más podía pedir?
Pero hoy, por alguna razón, después de ir
a recogerla al colegio y hablar con la maestra, Paula notó que a su papito le
pasaba algo. Se le notaba, si no enfadado, sí un poco triste. Tenía que
averiguar porqué.
Paula se miró de manera coqueta al espejo
del baño, saltó del taburete, guardó su cepillo favorito y corrió por el
pasillo hacia su habitación.
El dormitorio de Paula era cálido y
acogedor. Los muebles de madera estaban hechos a mano y los suaves colores de
la decoración invitaban a disfrutar de unos bellos y plácidos sueños. Su padre,
sentado sobre el mullido edredón estampado con ositos y conejos, la recibió
sonriendo y, aupándola a sus rodillas, la besó tiernamente en la frente.
—Papi, ¿qué es lo que te ocurre hoy?
—Paula,
cariño, hoy he estado hablando con tu maestra, la señorita Clara, para saber
cómo iban las clases. Me ha dicho que todo marchaba bien, pero me ha comentado
algo que me ha disgustado. Parece ser que hay un niño en vuestra clase que
tiene un pequeño defecto en la cara. Nació con la boca un poco torcida y su
gesto parece el de alguien que está todo el tiempo riendo. Pero cuando le miras
directamente a los ojos, te das cuenta de que trasmite una profunda tristeza.
Eso podría ser, según piensa la señorita Clara, porque tú y todos los
compañeros de clase os burláis de él siempre que intenta hablar, por ejemplo, cuando
responde alguna pregunta que la maestra le hace.
—Pero
papá, es que pone una cara muy graciosa.
—Sí
Paula, pero, ¿no comprendes lo mal que lo debe pasar? ¿Has pensado que su
continua tristeza pueda convertirle algún día en un ser rencoroso y cruel?
Paula, desconcertada, solo acertó a
preguntar:
—Entonces, ¿hoy no me leerás un cuento?
—No,
hoy no leeremos ningún cuento. Hoy te contaré una historia que no conoces y que
me relataron hace mucho tiempo.
Intrigada e inquieta, Paula se deslizó
entre las sábanas y se dispuso a escuchar con toda atención
Ω Ω Ω
Érase una vez un pueblecito de duendes, de
los muchos que habitan los bosques. Todos los duendes del mundo pertenecen a la
misma familia al estar unidos por la Madre Naturaleza, aunque se dividan en
pequeñas comunidades para realizar un trabajo especial, transmitido de
generación en generación.
Los Biuti, que así es como se llamaban los
habitantes de ese poblado, vivían cerca de un extenso y precioso lago que
servía de refugio invernal a numerosas aves acuáticas. Durante los meses fríos,
las aves viajaban hacia el sur buscando alimento y temperaturas más agradables.
En otoño e invierno, los Biuti dedicaban
gran parte de su tiempo a reparar los plumajes de las aves que, tras miles de
kilómetros de viaje, quedaban bastante maltrechos. También recuperaban a las más débiles suministrándoles
alimentos mezclados con plantas medicinales, cuyas propiedades conocían los
ancianos de la comunidad. De este modo, patos, gansos, cigüeñas, grullas y
otras aves acuáticas, podían partir en perfectas condiciones hacia sus lejanos
destinos sureños.
La primavera era la época que aprovechaban
para recolectar y abastecerse de frutos, tubérculos y raíces, que conservaban y
almacenaban para alimentarse el resto del año.
Los duendes Biuti no solían tener
vacaciones, ya que habían aprendido a disfrutar, con alegría y regocijo, de
cualquier actividad que realizaran. También heredadas, poseían la sabiduría y
la habilidad de vivir cada momento como si fuera el último de su existencia.
Durante el verano, se ocupaban de vigilar
los alrededores del lago, muy visitado por excursionistas humanos que en
aquellas fechas acampaban cerca de él. Siempre estaban preparados para
controlar algún fuego mal apagado, recoger restos de cristal que pudiesen herir
a cualquier animal o recuperar plantas y árboles que los humanos se empeñaban
en maltratar. Si no hubiese sido por su incansable trabajo, haría ya muchos
veranos que aquella parte del bosque hubiese estado arrasada.
El pueblecito de los Biuti estaba situado
en un paraje escondido, camuflado por todo tipo de vegetación. Sus viviendas
estaban construidas en los troncos de antiguos árboles muertos. Como tejados,
utilizaban las cabezas de grandes setas y hongos. Además de las casas familiares,
había una casa escuela y la biblioteca, la más grande de todas, que era
utilizada también para las reuniones del Consejo en el que se tomaban las decisiones
importantes que atañían a toda la comunidad.
Respecto al aspecto de los Biuti, se
parecían mucho a casi todos los duendes. Eran menudos, ágiles, con manos y pies
pequeños, nariz puntiaguda y ojos vivarachos, brillantes y expresivos. Sus
cabellos eran de color rubio tirando a ceniza, y todos tenían la capacidad de
mimetizarse con el paisaje, es decir, pasar desapercibidos a los ojos de los
humanos a voluntad.
Sus ropajes estaban fabricados con tejidos
vegetales que teñían con mucha destreza utilizando el jugo de flores de colores
discretos pero muy hermosos.
Lo que realmente diferenciaba a los Biuti
del resto de duendes, con relación a su aspecto físico, era el apéndice que les
crecía donde les terminaba la espalda. A simple vista, podía confundirse con el
rabo de cualquier animal, aunque el suyo carecía de pelo. Era flexible y
proporcionado con sus cuerpos, y su extremo tenía la forma de una pera pequeña,
si bien para los ojos humanos podría confundirse con una bombilla.
El gran secreto de los duendes Biuti no
era sólo tener un «pin», que era así como llamaban a su graciosa colita, sino
cómo y para qué lo utilizaban. Las comunidades de duendes siempre se han
caracterizado por dominar el mundo de las energías y los Biuti las utilizaban
de un modo muy peculiar. Habían desarrollado un canal energético que conectaba
el extremo de su «pin» directamente con el cerebro y el corazón. El resultado
era que sus emociones, pensamientos, estados de ánimo e intenciones, se
reflejaban como energía luminosa, siempre que aquellos fuesen armoniosos y
positivos. Por el contrario, si los estados de ánimo eran depresivos, las
emociones tristes, los pensamientos negativos y las intenciones insanas, el
«pin» no brillaba y se producía un fenómeno energético, transformado en vibraciones,
que interferían en el «pin» de los duendes más próximos impidiendo que estos
expandiesen su maravillosa luz.
La luz que emanaba del apéndice de los
Biuti era especial. Podías mirarla directamente sin que dañara tus ojos. Era
una luz transparente y muy reconfortante. Cuando rozaba a otro cuerpo, le
invadía de serenidad. Sólo era visible en la oscuridad, lo cual, unido a la
voluntaria decisión de no utilizar el fuego por parte de los Biuti, lo hacía
imprescindible cuando se apagaban los últimos rayos de sol en la espesuras del
bosque.
∞ Ω ∞
Wito era un duende Biuti casi adolescente.
Aunque es bien sabido que los duendes disfrutan de una vida mucho más larga que
la de los humanos, en comparación vendría a tener unos nueve o diez años. Como
todos los niños de esa edad, duendes o no, acudía todos los días a la escuela.
A Wito siempre le había entusiasmado
aprender. Sentía una curiosidad innata por todo lo que le rodeaba y se aplicaba
en el conocimiento de los secretos de la vida en el bosque. Pero, últimamente,
había perdido la ilusión. Remoloneaba a
la hora de levantarse, estaba casi siempre de mal humor, le costaba
concentrarse en clase y no se relacionaba con sus compañeros y amigos. Esa
actitud tenía muy preocupados a sus familiares.
Aquella mañana, Wito volvió a intentar
faltar a la escuela aludiendo que estaba enfermo; esta vez era la garganta, cosa
que no convenció a su madre ya que, durante las últimas semanas, había padecido
todas las enfermedades imaginables y, por supuesto, imaginarias.
Después
de tomarse un batido de bayas, Wito cogió su mochila de hojas de hiedra y, con
semblante triste, se dirigió al sendero que conducía a la escuela. Iba pateando todos lo guijarros que
encontraba a su paso cuando coincidió en el camino con su amiga Lúa.
— Hola Wito, hace un bonito día ¿verdad?
— Si tú lo dices, contestó Wito secamente.
— ¿Qué pasa, Wito?, ¿sigues con tus tontos
complejos?
— ¿Tontos?, serán tontos para ti; como la gente no
se pasa el día burlándose y gastándote estúpidas bromas.
Wito tenía sus razones para contestar
así. Desde hacía unos meses, había estado soportando el continuo escarnio de
sus compañeros por culpa de los caprichos de la naturaleza. Los Biuti
adolescentes empezaban a desarrollar el «pin» cuando despertaban sus hormonas.
Esto ocurría, más o menos, a la edad que tenía Wito. A la mayoría de los Biuti
de esa edad ya les había crecido, por lo menos, medio palmo, y se jactaban y
presumían de él mostrándoselo unos a otros, orgullosos como pavos reales. Pero
a Wito, hasta el momento, sólo le había asomado un pequeño bultito del tamaño
de media nuez. Ese era el motivo de su desgracia.
Cabizbajo, Wito siguió caminando
lentamente hacia la cúpula roja que cubría la casa escuela y que destacaba en
el horizonte. La casa escuela estaba construida dentro de los restos muertos de
un alcornoque gigante. El corcho que aún conservaba, servía para aislar la
escuela de los fríos y de las humedades. También lo habían utilizado en la
fabricación de mesas, pupitres y sillas, al ser un material flexible, cómodo y
fácil de trabajar.
De las paredes del interior colgaban
detallados grabados de la anatomía de diferentes aves que, por su aspecto
amarillento, reflejaban ser muy antiguos. Al fondo de la clase, se alzaba una
enorme estantería donde se alineaban numerosos envases de barro cocido
conteniendo muestras de una gran variedad de plantas medicinales.
El lugar reservado al maestro, Don
Fito, era una plataforma algo más elevada que el resto de la estancia. A su
espalda, podía observarse un gran mapa de la zona del bosque que habitaban y, a
su izquierda, un gráfico con los planetas y constelaciones que transitaban la
bóveda celeste cada época del año.
Cuando Wito abrió la puerta de la
clase, Don Fito aún no había llegado. Dirigiéndose a su pupitre, pasó por
delante de Lúa que le obsequió con una sincera sonrisa. Justo en el momento en
que se sentía un poco más animado, oyó una voz chillona que resonó en toda la
clase.
— ¿Quién el duende tontín al que no le crece
el «pin»? Las risas se dispararon en todas direcciones y no cesaron hasta que
apareció Don Fito que, con enérgicas palabras, controló la situación.
— ¡Orden, orden!, parad ya, jóvenes
Biuti. Hoy comenzaremos a estudiar como se forman las tormentas. Mientras se hacia el silencio en el
aula, unas lágrimas contenidas resbalaron por las mejillas de Wito.
Al igual que los niños humanos, los
niños Biuti se comportaban, a veces, de manera cruel; una crueldad
inconsciente, no premeditada, pero con consecuencias muy dolorosas.
Aunque la vida de los duendes Biuti era
muy larga, en su primera etapa educativa predominaban los temas relacionados
con los fenómenos naturales, ya que su conocimiento era una cuestión de vital
supervivencia para ellos a su edad. Los otros temas: filosóficos, sociales,
históricos y científicos, eran tratados en profundidad cuando se dominaban los
primeros.
La jornada escolar transcurrió sin
ninguna novedad, entre nubes, relámpagos, nieblas, vientos, rayos, inundaciones
y demás explicaciones que Don Fito se esforzaba en dramatizar. Todos debían
estar preparados ante las fuerzas de la naturaleza. Los alumnos Biuti se
sentían impresionados. Don Fito transmitía sus experiencias como si las
estuviese reviviendo. Sabía captar la atención de sus pupilos como nadie,
aunque, esa mañana, más de uno tenía la cabeza en otra parte.
Bichín, era el típico duende revoltoso
y graciosillo. Él fue el responsable de la última broma que padeció Wito y
parecía no haberse divertido lo suficiente. Para su edad, tenía un «pin» considerable, pero la luz que generaba no era
muy brillante.
Bichín, se había pasado media mañana
atento a las explicaciones de Don Fito, y la otra media maquinando un plan para
que a sus compañeros les doliese la barriga de tanto reír; pero,
desafortunadamente, a costa del compañero más vulnerable, Wito.
La mesa donde se sentaba Bichín estaba situada al
fondo de la clase justo delante de la gran estantería, lo que le facilitaba sin
mucho esfuerzo acceder sin ser visto a las baldas inferiores. Para sus planes
necesitaba un grueso rabito de la hoja de un laurel y un pellizco de resina de
la que se solía utilizar en los trabajos manuales. Una vez que hubo conseguido
lo que pretendía, Bichín esperó pacientemente a que llegara la hora de salida
de clase.
Cuando Don Fito recordó las tareas para
el día siguiente, los jóvenes Biuti ya lo tenían todo recogido y estaban
deseando brincar de sus asientos y salir a corretear. Al recibir el permiso
para salir, se formó un gran revuelo que permitió a Bichín deslizarse
sigilosamente, rabito de laurel en mano, por el pasillo lateral izquierdo hasta
la posición donde se sentaba Wito. Éste con desgana estaba sentado esperando
que se despejase el montón de Biutis que a empujones pujaban por salir los
primeros.
Con la parsimonia de un camaleón,
Bichín esperaba agazapado el momento idóneo para culminar su fechoría. Y lo
consiguió. Ni Wito ni nadie se percató de la maniobra. Tal como había llegado y
con total disimulo, Bichín retrocedió hasta su sitio.
En clase sólo quedaban dos o tres
rezagados cuando Wito se levantó y se dispuso a marcharse. Se colgó la mochila
y se dirigió hacia la puerta. Bichín le pisaba los talones. Nada más alcanzar
el exterior le abordó y rodeándole con un brazo le preguntó falsamente:
— ¿Cómo va todo Wito?, que aburrido es el profe
Don Fito, ¿verdad?
— Si tú lo dices, contestó Wito despistado.
Habían atravesado el florido jardín que rodeaba la
escuela y se aproximaban a la zona donde los estudiantes se divertían antes de
regresar a casa cuando, de repente, Bichín soltó a Wito bruscamente y saltando
como un poseso comenzó a gritar.
— ¡Milagro!, ¡milagro! Wito se ha convertido en un
duende adulto. Entre asustados y sorprendidos, los jóvenes Biuti dejaron de
jugar y volvieron sus incrédulas miradas hacia Wito. El mismo Wito se quedó
paralizado sin comprender la situación. Pero el índice acusador de Bichín ya
había guiado los ojos de los demás hacia la espalda de Wito.
Las carcajadas que siguieron retumbaron hasta lo
más profundo del bosque.
—¡Basta!, ¡parad!, les increpaba Lúa esforzándose
en detener la bufonada.
Wito, acobardado, sacó fuerzas de flaqueza para
girar su cabeza y observar el improvisado apéndice que llevaba pegado a su
espalda. Con furia animal y los ojos inundados de ira, se arrancó el rabito, lo
partió con rabia contra sus muslos y mirando con odio a los presentes escapó
campo a través como alma que lleva el diablo.
∞ Ω ∞
La idea de abandonar el poblado Biuti no era nueva
en la mente de Wito. Hacía varias semanas que la maduraba pero no había
encontrado el valor suficiente para llevarla a cabo. Hoy todo había cambiado.
El valor había sido sustituido por un deseo de venganza lo suficientemente
intenso como para impulsar cualquier temeraria decisión.
Los pensamientos de Wito eran confusos pero
siniestros. Se sentía víctima y quería devolver los golpes. Deseaba repartir su
sufrimiento y que todos fuesen partícipes de él. Quizás, si le encontraran
flotando en el lago, el sentimiento de culpabilidad y el remordimiento se
apoderaría de la comunidad. Aunque, por otro lado, si fuese aceptado en algún poblado
en otra parte del bosque jamás volvería a saber de él y su sufrimiento sería
continuo mientras albergaran la esperanza de encontrarlo.
Wito se había transformado; poco quedaba de aquel
noble y cariñoso duendecillo, amante de la vida y amigo de todos.
Ya lo había decidido, prefería el exilio
voluntario a las frías aguas del lago. Sería esa misma noche y se dirigiría
hacia el norte. Aprovecharía la luna llena para alejarse lo máximo posible del
poblado ya que estaba seguro que por la mañana, cuando notasen su ausencia,
enviarían partidas de duendes en su búsqueda. El haberse aplicado en las clases
de Don Fito le serviría para poder arreglárselas sólo hasta que encontrara
duendes más comprensivos.
∞ Ω ∞
Los padres de Wito, Robin y Vania, eran
duendes de avanzada edad. Amaban a su hijo con toda su alma, pero Wito siempre
había creído que sentían predilección por sus hermanos mayores, Gregori y
Cristal. Eso eran sólo imaginaciones de Wito pero, de alguna manera, alivió su
corazón cuando entreabrió la puerta del dormitorio para dedicarles un
silencioso adiós.
Bien pertrechado y procurando hacer el
menor ruido posible, Wito se subió al alfeizar de la ventana del dormitorio y
con la agilidad de una ardilla, se descolgó por unas ramas que acababan cerca
del suelo.
Wito atravesó el pueblo con toda
celeridad por lo que no pudo observar los chisporroteos luminosos que se
produjeron en las escasas viviendas iluminadas a aquellas horas y que, sin
ninguna duda, fueron inducidos por los intensos sentimientos que albergaba en
su corazón.
Cuando llegó al claro donde se
levantaba el majestuoso roble que servía a los Biuti como torre de observación,
tomó el sendero que conducía a los manantiales subterráneos para llenar sus
pequeñas calabazas de agua y emprender su gran viaje. Caminó durante toda la
noche a buen ritmo, haciendo una corta parada en el Valle de las Frambuesas
para recuperar fuerzas. Casi al amanecer, se encontraba a escasa distancia de
la Montaña Hueca, llamada así por el gran número de galerías y túneles que
cruzaban su interior. Wito había previsto esconderse allí, para descansar de
día, y continuar viaje de noche. Siguiendo ese plan, tendría más posibilidades
de que no lo encontraran.
Wito aprovechó los primeros instantes
del alba para recoger algunos apetitosos frutos y disfrutar de un suculento
desayuno. Sentado en una roca plana, almohadillada por una gruesa capa de
musgo, estuvo deleitándose con el concierto matinal que cientos de pajarillos
le ofrecían.
Su mente, ahora relajada, se dejaba llevar
por las armoniosas escalas que utilizaban las aves para comunicarse; lejos
quedaban los tortuosos pensamientos de la noche anterior.
El cansancio empezó a hacer mella en su
menudo cuerpecillo y si no se espabilaba se quedaría dormido. Antes de descansar,
debía encontrar la entrada secreta de la cascada. Él nunca había estado antes
allí, pero su hermano mayor Gregori se la había descrito con detalle en varias
ocasiones. A simple vista, parecía un simple salto de agua producido por el
desnivel que surgía en el curso de un arrollo, pero, según Gregori, detrás de
la cortina de agua se asomaba una estrecha cornisa que conducía, por un
estrecho pasadizo, al interior de la montaña.
A Wito le costó incorporarse de su
cómodo asiento, pero empezó a caminar con resolución en busca del arroyo. No
tardó mucho en divisar una de las laderas de la montaña, con arbustos espesos y
espinosos que la franqueaban.
La montaña no era muy alta pero, para
la estatura de un duende, su escalada se convertía en un duro reto. Wito
comenzó la ascensión aprovechando la senda que dibujaban una especie de abetos
enanos que se alineaban hasta la cima. Aparentemente, sólo debía seguir
subiendo y esperar a escuchar el murmullo del agua. El terreno se estaba
volviendo húmedo y escarpado por lo que Wito decidió dirigirse hacia una
pequeña planicie que se extendía a su derecha. Antes de haberla alcanzado, se
dio cuenta de que ya había encontrado lo que buscaba.
No pudo escuchar el sonido del agua de
la cascada. Lo que antes debió ser un caudaloso manantial, estaba a punto de
secarse. Localizó el lugar gracias a su fino olfato, que detectó el pegajoso
aroma de ciertas flores que solían crecer en las riberas de arroyos, ríos y
lagunas.
Wito se llevó una pequeña decepción al
asomarse al desnivel y comprobar que la maravillosa cascada, la que Gregori le
había descrito, se había convertido en un colgante hilillo de agua. Lo más
preocupante era que la entrada, antes oculta por una cortina del cristalíneo
elemento, ahora era completamente visible. No lo dudó, recogió todas las ramas
secas que pudo y, haciendo equilibrios en la cornisa que atravesaba la antigua
cascada, llegó a la entrada de la cueva dónde tuvo que gatear para penetrar al
interior del pequeño ojo que la montaña le parecía guiñar.
Estaba agotado, pero aún le quedaron
fuerzas para asombrarse con la gran cámara de piedra que lo rodeaba. Realmente,
su hermano se había quedado corto en sus descripciones; la vista era como para
cortar la respiración.
Wito no se tenía casi en pie, y se apresuró
a tapar la entrada del túnel por el que había gateado con las ramas que había
recogido. Descubrió en el suelo un hueco que parecía hecho a su medida. En él esparció
todas las hojas que había logrado arrancar de las ramas, improvisando así un
cómodo colchón. Exhausto, se dejó caer y durmió. Y soñó. Soñó con su padre,
cuando le acompañaba al lago en verano y éste le explicaba los diferentes tipos
de plumas que cubrían a las aves. Soñó con su madre y la deliciosa tarta de
moras que preparaba. También soñó con su hermana, Cristal, y con los llamativos
colgantes que fabricaba usando diminutos minerales de todos los colores. Y, por
supuesto, también soñó con Lúa, y en como acariciaba sus largas trenzas rubias
mientras paseaban abrazados por su lugar secreto.
Wito durmió todo el día, pero no fue la
suave mano de Lúa la que le despertó. Al atardecer, cientos de criaturas
nocturnas también despertaban en el interior de la montaña, al unísono. Se
trataba de inofensivos murciélagos que, al percibir que una de sus salidas
habituales hacia el exterior se encontraba taponada, efectuaron vuelos rasantes
en todas direcciones rozando alguno de los cabellos del duende. Sobresaltado,
no tuvo tiempo ni de desperezarse. Rodó por el suelo y se arrastró hasta que
consiguió llegar al montón de maleza acumulada que obstruía la salida. A
puntapiés, y con mucho esfuerzo, logró que las ramas se precipitaran al vacío.
Como si de una nube de humo negro se
tratase, el escuadrón de insectívoros salió de la montaña a toda velocidad.
El sorprendido duende se quedó sentado
en el extremo final del túnel observando el firmamento. Había caído la noche y
las estrellas brillaban con mucha intensidad. Ellas serían ahora sus compañeras
de viaje. Ningún Biuti le había jamás contado que había más allá de la Montaña
Hueca, y debería confiar en sus recientes conocimientos astronómicos. Pero no
sería difícil, siguiendo el rumbo de la Estrella Polar avanzaría en dirección
norte.
∞ Ω ∞
El agua del arroyo era escasa, pero fresca
y cristalina. Después de saciar la sed, Wito rellenó sus calabazas y emprendió
el descenso. Al alcanzar la cota más baja de la montaña, alzó la vista y trató
de recordar la situación espacial de las constelaciones. No tardó mucho en
localizar a sus guías y, con ánimo renovado, se puso en camino.
Los rayos de luna formaban serpenteantes
sombras al chocar contra la densa vegetación que Wito iba atravesando. A veces,
debía detenerse un momento y mirar al cielo para comprobar que iba en la
dirección correcta. Había avanzado
un buen trecho desde la última parada cuando, de repente, algo parecido a un
quejido lo asustó. Se detuvo debajo de unas jaras y escuchó con atención. El
inquietante sonido se volvió a repetir. Parecía como una llamada de auxilio,
pero no podía precisar de quién procedía. El duende intuía la angustia y el
miedo que transmitía el mensaje así que, aunque algo temeroso, decidió buscar
por los alrededores el origen del misterio.
Allí estaba, a los pies de un esplendoroso
abedul, boca arriba e indefenso. Era un polluelo recién nacido. Tuvo que
aproximarse para reconocer que se trataba de un bebé búho. Afortunadamente, no
tenía nada roto pero, por desgracia para él, parecía que su triste destino
estaba escrito. Wito, dentro de sus posibilidades, se limitó a lavarlo y
acomodarlo lo mejor que pudo. Poco más se podía hacer; lo acarició
cariñosamente y volvió sobre sus pasos.
Le entristecía tener que abandonarlo a su
suerte, pero debía alejarse de allí si quería conseguir su propósito.
— ¿Seguro que no puedes hacer nada más por
él, Wito?
¿Qué era aquello?, pensó Wito. Estaba
seguro de haberlo oído. Quizás su cerebro le estaba jugando una mala pasada.
—¿Quién está ahí?, pregunto nervioso Wito
en voz alta.
—No Wito, no te estás imaginando nada ni sueñas
despierto. Mira hacia aquí, detrás de ti.
Wito giró su cabeza y allí estaba, a sólo
unos escasos metros, sentada sobre una enorme piña y rodeada por unos
centelleantes destellos dorados, similares a los que desprende una bengala
encendida.
—Soy Iris, tu Hada guardiana.
Al igual que los humanos tienen su ángel
de la guarda, los duendes contaban con hadas guardianas que ejercían como
protectoras y también, de alguna manera, como conciencias parlantes y buenas
consejeras.
— ¿Qué puedo hacer por ti?, respondió Wito
bastante desconcertado.
— ¡Oh!, yo no necesito nada, pero creo que hay
alguien a quien no le vendría mal un poco de ayuda.
Wito no entendía nada. De repente, y tras
darle un buen susto, se le aparece alguien, que dice ser un hada, preguntándole
cosas raras.
—Wito, no pienses que son cosas raras, es
muy sencillo.
Wito no sabía que las hadas podían leer el
pensamiento.
— ¿No recuerdas con quién has estado hace
un rato?, le pregunto Iris.
Wito hizo memoria, pero no recordaba haber
tropezado con nadie desde que salió del poblado, a no ser que se refiriera…
—Sí Wito, el polluelo desvalido que
encontraste, afirmó Iris, interrumpiendo los pensamientos del duende.
—Pero Iris, yo ya he hecho todo lo que he
podido. Ni sus propios padres podrían hacer más. Lo dañarían si lo intentaran,
insistió Wito.
—Yo creía que para los duendes, la vida de
cualquier ser vivo era sagrada.
—Y lo es, replicó Wito, pero la única
oportunidad que tendría el polluelo de sobrevivir sería retornar al nido.
—Tú lo has dicho. Volver al nido, afirmó
Iris.
—Sí pero, ¿cómo?, preguntó Wito.
—Con ganas y con imaginación, respondió el
Hada.
—Y, ¿por qué no lo haces tú?, siguió
preguntando Wito un poco enrabietado.
—Por dos buenas razones. La primera es que
yo soy etérea y no tengo ningún poder sobre la materia y, la segunda, porque es
obligación de todo buen duende el intentarlo. Aunque por supuesto eres libre de
elegir, pero si decides realizarlo yo te ayudaré.
Wito se quedó meditando unos segundos
imaginando cómo podría subir a un ser, casi de su mismo tamaño y peso, hasta la
copa de un árbol gigante y de noche, con la ayuda de un hada transparente.
—Sí, soy transparente, pero a veces tengo
buenas ideas, se adelantó a comentar Iris.
—Está bien, suponiendo que lo lograra,
tardaría demasiado tiempo y amanecería y, tú, que lo adivinas todo, sabrás que
pretendo pasar desapercibido porque me podrían encontrar, algo que no deseo.
—Wito, respeto tus deseos pero sólo te
pido una cosa más; y es que durante unos instantes escuches a tu corazón.
El pequeño duende cerró los ojos, respiró
profundamente, y se dejó llevar por la serenidad de la noche. En su mente
comenzaron a desfilar imágenes del encuentro con el polluelo y de su frágil
aspecto. No sólo podía recordar su desamparo sino que, curiosamente, también
podía sentir su hambre, su frío y su temor. Era tan real y profundo lo que
percibía, que no tuvo más remedio que abrir los ojos asustado.
—De acuerdo Iris, ¿qué se te ha ocurrido
para salvarlo?
El Hada le dedicó una espléndida sonrisa y
remontando el vuelo le dijo:
—Bravo, Wito. Sígueme, tenemos mucho
trabajo.
El plan de Iris era ingenioso y se lo fue
contando al duende mientras volvían en busca del bebé búho.
—Escucha Wito, lo primero que debes hacer
es tejer una especie de mochila, parecida a los cestos que tu madre y otras
duendes Biuti fabrican para la época de la recolección; lo habrás visto hacer
muchas veces. Cerca de aquí crece una planta con hojas alargadas y muy
resistentes que puedes utilizar. Una vez tejido, deberás colocar al polluelo
dentro con cuidado y colgártela a la espalda, así te será más fácil subirlo.
Por otro lado, vosotros los duendes, sois
amigos y protectores de las abejas; siempre las ayudáis a recomponer sus
colmenas cuando están dañadas. Ellas utilizan una sustancia pegajosa para
taponar las grietas de sus celdillas, que se solidifica con el aire pasado un
tiempo. Podrías untarla en las suelas de tus botines para reforzar la
adherencia durante la escalada. Incluso les podrías pedir un poco de jalea real
pura, que te aportase la energía suficiente para conseguir llegar al nido.
Estoy segura de que estarán encantadas de colaborar en esta bonita causa.
Además hay otro detalle; el abedul es un árbol muy frondoso, con muchos nudos,
que puedes utilizarlos como puntos de apoyo mientras yo te guío e ilumino tu
ascensión.
Wito se sintió aliviado; desde luego Iris
sabía lo que se hacía. Se pusieron manos a la obra, a toda velocidad,
dirigiéndose primero a un estanque cercano para recoger las cintas salvajes de
las que Iris había hablado. Luego buscaron una colmena próxima al abedul y
obtuvieron todo lo que necesitaban sin ningún problema.
Mientras el duende trabajaba en la cesta,
Iris comprobaba el árbol, proyectando visualmente la mejor ruta a seguir.
Cuando todo estuvo preparado, Wito repasó mentalmente el plan y se dio cuenta
de que habían pasado por alto un importante detalle: subir, estaba resuelto
pero, ¿cómo bajaría? En ese momento, vinieron a su memoria las enredaderas que
utilizaba su padre como cuerdas, para montar el columpio en el jardín. Sería
fácil encontrar algunas por los alrededores; las empalmaría y así podría
amarrarlas a alguna gruesa rama de la copa y descolgarse por ellas.
∞ Ω ∞
El pequeño pollo de búho no dejaba de
temblar. Sus lamentos se habían espaciado y debilitado de manera preocupante.
Wito extendió en el suelo la cesta que utilizaría a modo de mochila, la aplanó,
e hizo rodar al polluelo, como a una croqueta gigante, hasta que ocupó toda la
superficie. Intentando no dañarle el plumón, estiró las cintas que servían de
colgantes y la cesta se cerró envolviendo al medio inconsciente bebé.
Iris había regresado de su inspección,
cuando el duende estaba desenvolviendo los regalos de las abejas.
—El ascenso va a ser duro, más de lo que
yo pensaba, comentó el Hada preocupada.
—Te aconsejo que dividas la jalea en dos
tomas, una para ahora y otra de reserva, por si acaso.
Wito asintió y se despojó de sus botines
de cuero, para poder untar las suelas con la pegajosa sustancia que utilizaban
las abejas como aislante en las colmenas. Al acabar, ingirió a pedacitos la
mitad de la jalea real, e incorporándose, se dispuso a colgarse en la espalda a
su compañero de escalada.
—Allá vamos Iris, haz que se haga de día,
pidió el duende encorvado por el peso de la cesta.
Iris, flotando en el aire como una
mariposa, se concentró en expandir sus plateados reflejos sobre la corteza del
árbol, mientras Wito distribuía sobre su espalda, de la manera más cómoda, el
peso del bebé búho.
El audaz duende trepó los primeros tramos
con la habilidad de una lagartija. Impulsado por los efectos de energética
jalea, y guiado por la fosforescencia del Hada, consiguió con esfuerzo alcanzar
la zona más enramada del abedul. Allí, hizo un merecido alto, en una flexible
rama y sin atreverse a mirar hacia abajo.
La respiración del polluelo se
entrecortaba por momentos y había que continuar. Wito tenía las manos
entumecidas y sus pies ya no se adherían como al principio, pero debía culminar
el ascenso lo más rápido posible. Comió
la jalea de reserva y con decisión se dirigió directo al objetivo, no sin
antes, y con la ironía de los desesperados, apremiar a Iris:
—Vamos nena, el cielo es nuestro límite.
Sin poder contener la risa, el Hada
alumbró el siguiente tramo convencida de que aquel pequeño Biuti era un ser
especial.
Wito estaba tan concentrado en escoger los
agarres correctos, que no se dio cuenta de que estaba a punto de alcanzar el
hogar de los búhos.
— ¡Alto Wito!, le alertó Iris, ya casi
hemos llegado. Echaré un vistazo arriba no vaya a ser que los padres del bebé
crean que tienes malas intenciones y te puedan atacar.
Iris se elevó hacia el nido pero lo
encontró vacío. Supuso que las aves nocturnas estarían cazando por su
territorio. Era una buena oportunidad para dejar al polluelo y no correr
riesgos. Asomándose hacia donde se encontraba apoyado el exhausto duende, le
indicó con gestos que subiera cuanto antes.
Wito, haciendo un último esfuerzo, se
encaramó a las ramas que sostenían el compacto nido y, acercándose con sigilo,
se introdujo en él. Súbitamente, lo que parecía una enorme sombra impulsada por
el viento, se abalanzó silenciosamente hasta su posición. En un acto reflejo, y
con el corazón queriendo escapar de su pecho, se giró agazapándose, dejando al
polluelo descubierto. En ese momento, Wito escuchó lo que parecía un batir de
alas y sintió como la estructura del nido se tambaleaba. Con la garganta seca,
y de reojo, pudo ver dos enormes focos que le observaban; eran los ojos de Mamá
búho que había aterrizado y aguardaba, entre furiosa y confundida, alguna
explicación. Wito no tardó ni un segundo en descolgarse la cesta y, girándose
por completo, la extendió liberando al bebé. De inmediato e instintivamente, el
joven pollo se quedó mirando a su madre y rápidamente buscó refugio bajo sus
alas.
La tensión que había precedido el
acontecimiento había desaparecido, dando paso a la ternura y a que descendiese
el ritmo cardiaco de Wito. Bien es sabido que, desde siempre, los duendes y los
animales se han entendido a través del pensamiento, y los de la mamá búho
transmitían emoción y agradecimiento, más la promesa de que si algún día el
duende la necesitara, podría contar con ella incondicionalmente.
Wito se sentía muy feliz, pero también
cansado y dolorido. Se despidió de su nueva amiga y desenrolló las tiras de
enredadera que rodeaban su cintura, asegurándolas a la rama más cercana para
descolgarse por ellas y volver a pisar tierra firme.
Iris le recibió con júbilo describiendo
graciosas piruetas en el aire.
—Has estado maravilloso Wito. Me has
demostrado que tienes un gran corazón, proclamó el Hada.
—Sí, y por poco me estalla, bromeó Wito.
—No seas exagerado, dime cómo te sientes
ahora.
— ¡Uf!, estoy molido, pero me alegro de
haberte hecho caso, contestó el duende frotándose la espalda.
—Y, ahora, ¿qué piensas hacer?, inquirió
Iris.
—Creo que descansaré y luego seguiré mi
camino.
— ¿Estás seguro?, ya sabes que te respeto
y no quiero parecer entrometida pero, como consejera que soy, debo pedirte que
después de descansar y recuperarte, mires en tu interior y reflexiones. Si
alguna vez me vuelves a necesitar, sólo tendrás que pensar en mí con
sinceridad, y yo estaré a tu lado.
El alba les sorprendió mientras se
dedicaban un cariñoso”hasta la vista”. Wito se estiró intentando recolocar sus
huesos y marchó en busca de algún refugio. Al alejarse, Iris le observó
fijamente, centrándose en la esfera de luz blanca y sugerente que desprendía su
recién crecido «pin» y, esbozando una pícara sonrisa, se difuminó a través de
los primeros rayos de sol que acompañaban el amanecer.
∞ Ω ∞
A Wito las piernas le pesaban como el
plomo. A duras penas se mantenía erguido y sus manos le escocían como si las
hubiese frotado con ortigas.
Desde su fuga, era la primera vez que
echaba de menos las comodidades del hogar. Atravesaba una zona de monte bajo y
tuvo la suerte de tropezar con lo que parecía una zorrera abandonada. En su
interior encontró numerosos restos de pelo, probablemente de la muda primaveral
de alguna camada. Amontonó el pelamen en un rincón y se desplomó sobre él antes
de que se desvanecieran sus sentidos.
Habrían pasado varias horas cuando Wito
despertó. Su cabeza parecía despejada pero, al intentar incorporarse, sintió
como si le hubiesen clavado espinas de acacia por todo el cuerpo. A pesar de
estar sediento y de que sus tripas gruñesen llamando su atención, decidió
permanecer en reposo un ratito más.
Era un buen momento para poner en orden
sus ideas y hacer inventario de lo vivido hasta el momento.
¿Qué fue en realidad lo que le impulsó a
dejar a los suyos? Ahora, desde la distancia, parecía más bien una rabieta
exagerada que una causa verdaderamente justificada. Los oscuros sentimientos de
rencor y venganza habían desaparecido por completo, y en su corazón sólo
quedaba espacio para el amor y la alegría de sentirse vivo.
¿No estaría huyendo de si mismo, de sus
miedos, complejos, y de su baja autoestima? Los dos últimos días, había demostrado
que era un duende valiente, decidido, capaz de asumir difíciles retos, y lo
suficientemente humilde para escuchar consejos y ponerlos en práctica.
¿Habría sido posible, en su momento, el
haber recibido disculpas y haber sabido aceptarlas de buen grado, olvidando y
perdonando las ofensas? Desde luego, no les había dado tiempo para ello o
quizás, ¿no debería ser él quien se disculpase por su temeraria decisión de
abandonar a su familia? Hasta el momento, su orgullo le había cegado e impedido
pensar en como se sentirían todos aquellos a los que había dejado atrás; sus
padres, sus hermanos, sus amigos, sus vecinos, Lúa. Sí, algunos habían sido
injustos con él, sin duda, pero él lo estaba siendo con todos.
Wito estaba siendo sincero en sus
reflexiones, removiendo sus sentimientos e intentando expulsar a sus fantasmas.
Después de contestar interiormente a todas las preguntas que se había
planteado, tomó una firme decisión; había llegado el momento de volver a casa.
El intrépido duende consiguió salir de la
guarida como pudo. Su castigado cuerpo necesitaba con urgencia agua y comida.
El sol, disimulado por grisáceas nubes,
desaparecía en el horizonte. Wito echó un vistazo al cielo y no le gustó lo que
vio. El típico tufillo a humedad y su experiencia como habitante del bosque, le
indicaron que se avecinaba mal tiempo. Debía organizarse y preparar un plan. Si
comía y bebía algo de inmediato, podría regresar a la Montaña Hueca sin grandes
dificultades. Pasaría allí la noche protegido y, pacientemente, esperaría a que
la situación meteorológica cambiara.
Empezaron a caer las primeras gotas de
lluvia mientras Wito engullía unas nutritivas raíces que había desenterrado. Su
aspecto parecía repelente, pero su sabor acaramelado invitaba a seguir
masticando. Y con la amplia hoja de un joven palmito, preparó una especie de
cucurucho, que se llenó de agua en un momento al exponerlo a la intensa lluvia. Ávidamente, apuró hasta la última
gota de agua fresca y repitió la operación.
Recuperadas las fuerzas, y sintiéndose un
duende nuevo, siguió su plan encaminándose hacia la Montaña Hueca. El cielo
estaba tan cubierto que no se divisaba ni la más brillante de las estrellas, y
seguía cayendo agua sin parar. Orientarse en tales condiciones era una ardua
tarea, incluso para un experto conocedor de los bosques. Sin la ayuda de las
constelaciones y con las referencias del terreno distorsionadas por el
temporal, Wito optó por atravesar un pronunciado cañón que le resultaba
familiar. Estaba casi seguro de que al llegar a la desembocadura podría
distinguir alguna de las laderas de la montaña. Pero fue una mala decisión; el
agua se estaba acumulando, y ya corría bajo sus pies con la fuerza suficiente
para arrastrarlo, probablemente con fatales consecuencias.
Salir del cañón no le resultó sencillo. El
terreno, embarrado y resbaladizo, cedía bajo sus pies una y otra vez. Necesitó
la ayuda de unas largas raíces de eucalipto para impulsarse y conseguirlo.
Calado hasta los huesos, no le quedaba más remedio que dar un gran rodeo.
La luna se asomaba tímidamente, burlando
alguna nube despistada, y sus tenues rayos iluminaban parte del sendero que
seguía Wito. Se encontraba rodeado de cedros, pinos y abetos, que le ofrecían
algo de protección contra el viento, convertido por momentos en furiosa
ventisca. Parecía una ruta segura y pensó que ya tendría tiempo de retomar el
camino correcto.
El microclima que se formaba en ese
entorno de coníferas, unido a la espesura de los helechos que crecían en la
zona, hicieron que la ropa de Wito se fuera secando lentamente. Con mayor
libertad de movimientos, el duende aceleró el paso intentando recuperar el
ritmo perdido. Transcurrido cierto tiempo, Wito observó algo que realmente le
sorprendió. En un pequeño claro, terminaba lo que sin duda era una carretera de
tierra construida por el humanos. Ya las había visto en otras ocasiones en las
cercanías del lago, donde aprendía ayudando a su padre. ¿Podría significar
aquello haber tomado una dirección totalmente equivocada y estar ceca de los
límites del bosque? ¿Debería volver por donde había venido y buscar otra ruta?,
o ¿seguiría el camino de tierra para averiguar a dónde conducía? El ímpetu y su
curiosidad infantil respondieron por él. En el peor de los casos, siempre
tendría la referencia de la carretera para regresar, si fuese preciso.
Con relativa prudencia, Wito fue avanzando
por uno de los lados del estrecho sendero sin imaginar lo que le esperaba.
Pasados unos minutos, a lo lejos divisó lo que parecía ser una luz artificial.
Era un punto anaranjado, diminuto e inmóvil. A esa distancia, era imposible precisar
de qué se trataba. Por precaución,
Wito abandonó el camino, rodeado de zarzas y matorrales, ocultándose tras
ellos. Con sigilo, y sin perder de vista el punto de luz, fue aproximándose
hacia él. Según se acercaba, se iban perfilando ciertas formas que daban la
impresión de ser cuadradas, incluida la luz. Por fin, supo de qué se trataba.
Era una cabaña humana y la luz provenía de una de sus ventanas. Desde luego, no
tenía la menor intención de echar un vistazo al interior por lo que decidió
volver sobre sus pasos.
La lluvia había cesado y el cielo
comenzaba a despejarse mansamente. Habiendo satisfecho la curiosidad, volvió a
retomar el sendero de tierra en dirección contraria. Iba caminando a buen paso,
despreocupado, confiado en que las estrellas harían su aparición en cualquier
momento y le guiarían hacia su hogar.
Paso a paso, los deseos de regresar con
los suyos iban creciendo. Aunque se arrepentía de haber emprendido su aventura,
por el dolor que seguramente habría causado, la fuga le había servido para
cerrar definitivamente ciertas heridas que estaban empobreciendo su alma.
Tan absorto estaba en sus pensamientos
que, al escuchar unas voces humanas repentinamente, Wito se asustó de verdad.
Al no esperar aquello, giró la cabeza en todas direcciones, para descubrir a su
espalda tres o más luces en movimiento que se acercaban hacia él a gran
velocidad. Instintivamente, saltó detrás de unas retamas y se mimetizó con
ellas. En absoluto silencio, le pareció escuchar como las voces pronunciaban el
nombre de un humano que no pudo descifrar. Las luces, cada vez más cercanas,
bailaban de un rincón a otro examinándolo todo. Definitivamente, descubrió que
se trataba de humanos adultos que, según su intuición, estaban unidos por la
misma sensación de angustia. Portaban potentes linternas y daba la impresión de
que buscaban a otro humano desesperadamente.
Una de las linternas enfocó hacia el
escondite de Wito, aunque era imposible que el humano le viese. En ese momento
de incertidumbre pasó tanto miedo que, cuando los buscadores no habían acabado
de alejarse, salió disparado como si en ello le fuese la vida. Corrió tan
rápido que no se percató de que rodeaba la cabaña que había encontrado antes.
Marchaba sin rumbo, y no paró hasta que sus pulmones y sus flacas piernas
dijeron basta.
Jadeando sin parar, Wito buscó un lugar
discreto y tranquilo donde sentarse para recuperar el aliento. Unas astillas de
enorme tamaño, diseminadas por el suelo, le hicieron pensar que se habría
realizado alguna tala cerca de allí. Los restos de un árbol caído serían un
buen escondite donde tomarse un respiro. El duende siguió el rastro de los
dispersos pedazos de madera, hasta que se topó con un montículo rocoso aislado
en el terreno. Confundido, se asomó al otro lado de las rocas y descubrió dos
simétricas torres que acumulaban, unos encima de otros, decenas de troncos
seguramente almacenados como leña.
Wito, con la respiración calmada, se dejó
caer sobre una de las rocas que parecía más plana y accesible pero, igual que
si le hubiesen puesto un muelle en el trasero, rebotó gritando como un duende
endemoniado.
— ¡Ayayay!, acertó a balbucear sin haber
acabado de maldecir. Mientras se palpaba la retaguardia, pensó que se habría clavado
una astilla o algo peor. De pronto, sus manos acariciaron algo nuevo y
desconocido para él.
—No puede ser, es imposible, no me lo
creo, se decía el joven Biuti a si mismo.
Había pasado de saltar como las ranas, a
permanecer inmóvil como un muñeco de nieve. Por momentos, la incredulidad se
estaba convirtiendo en emoción. Wito, con el corazón encogido, fue estirando el
cuello como una tortuga hasta que, mirando su espalda por encima del hombro,
descubrió lo que para él era un tesoro: su nuevo y hermoso «pin».
Las saladas lágrimas que rodaron por sus
demacradas mejillas fueron de alegría pero, una vez calmado y recompuesto,
creyó escuchar algo que sonaba como un desconsolado llanto. El sonido procedía
del montículo rocoso, pero lo extraño es que allí no había visto a nadie. Quizá
fuese su imaginación, exaltada por la intensidad del momento, pero no, su fino
oído nunca le engañaba.
Aunque muy leve, el lloriqueo persistía.
Al acercarse a las rocas, pensando en que los animales no lloran de esa manera,
recordó lo que había ocurrido en el camino que conducía a la cabaña; unos
hombres adultos buscaban a alguien. Wito volvió a fijarse en la leñera y en los
dos montones de troncos mojados, pero ahora otro detalle le llamó la atención.
Entre ellos quedaba un pequeño hueco que antes no había observado. Cuando echó
un vistazo al oscuro rincón todo empezó a encajar. En cuclillas, con los ojos
fijos en el suelo y los dientes castañeándole, apareció la triste figura de un
niño humano. No tendría más de cuatro años, y su lamentable aspecto inundó de
ternura el corazón de Wito. Probablemente, la tormenta le sorprendió jugando y,
asustado, se refugió entre los maderos.
A los duendes no les importaba hacerse
visibles ante la presencia de los niños humanos, ya que admiraban y respetaban
su inocencia. Además, los adultos nunca les creían cuando éstos les contaban
que habían jugado con seres mágicos y amables, amigos extraños u otras
fantasías.
Wito, conmovido, llamó la atención del
pequeño y le ofreció la más cálida de sus sonrisas. La ropa del niño escurría
chorretes de agua descolorida mientras temblaba como un cervatillo recién
nacido. La presencia del duende le reconfortó, pero debía de llevar horas
perdido, asustado y soportando el temporal. Su aspecto presentaba síntomas de
estar a punto de enfermar y había que hacer algo para ponerlo a salvo con
urgencia. Pero, ¿qué? Justo en el instante de formularse esa cuestión y, sin
saber cómo, vino a su memoria otra pregunta que le resultó muy familiar;
¿seguro que no puedes hacer nada por él, Wito? Había entendido el mensaje. Su
subconsciente le estaba recordando el encuentro con su Hada madrina, la
maravillosa Iris.
El nuevo Wito se estrujó el cerebro para
buscar una solución. Acariciando con cariño al pequeño humano, perdió la mirada
en el profundo azul zafiro del cielo, hasta que una estrella fugaz le inspiró
enviándole la respuesta.
Se incorporó y transmitió al muchacho con
gestos que no tenía nada que temer. Le preparó un improvisado colchón de
helechos secos para mantenerle aislado del húmedo suelo y, palmeando su
fosforescente y recién nacido «pin», exclamó:
—Tú eres la solución.
Wito salió corriendo en dirección a la
cabaña de los humanos. Lo lógico era que los buscadores siguieran rastreando
por los alrededores de la zona. Si pudiera mostrarles la luminosidad del «pin»
en movimiento, quizás intrigados, le siguieran hasta el lugar en el que se
encontraba el niño.
La luz de la ventana permanecía encendida
cuando Wito pasó por delante de la cabaña. No había indicio de los hombres, por
lo que decidió dirigirse en dirección opuesta a la entrada del porche. Wito
volvió a mimetizarse con la vegetación de la zona, dejando sólo visible su
luminoso apéndice, y se movió en zig- zag afinando todos sus sentidos. Tras
unos jóvenes enebros, encontró una estrecha senda que serpenteaba un romeral
salvaje y acababa en un pequeño barranco artificial. El penetrante olor del
romero contrastaba con los desagradables efluvios de lo que parecía un
vertedero humano. Situado en el borde, y con una mano tapando su nariz, Wito
pudo contemplar lo que tanto deseaba. Al otro lado de la hondonada, brillaban
las tres luces que buscaba, a las que se les había unido una más. Seguían
bailando, enfocando a todas partes precipitadamente.
El ingenioso Biuti se dio media vuelta e,
inclinando el tronco hacia abajo, imitó, como pudo, el rítmico movimiento que
las abejas hacen para comunicarse. El truco pareció surtir efecto, ya que las
cuatro luces se agruparon en cuanto vieron su reluciente «pin» danzarín, iniciando
lo que podía suponer una persecución.
Intentando mantener la distancia
suficiente para no ser alcanzado, pero sin perderlos de vista, Wito corrió y
corrió, sorteando con la destreza de una liebre cualquier obstáculo que se
presentaba, acortando el camino que le separaba del niño perdido.
Wito no volvió a mirar atrás hasta que
alcanzó el refugio que cobijaba al pequeño. No había duda, los humanos le
seguían. El niño, acurrucado en el montón de helechos, tiritaba sin despertar
de su duermevela. Arrodillado, el duende besó la frente caliente del chiquillo,
y se apresuró a agazaparse tras las cañas de unos saúcos.
Los perseguidores, conocedores del
terreno, habían dado en el clavo a la primera. Emocionados, se agruparon en
torno al desvalido niño entonando vítores de júbilo, y voces de agradecimiento
dirigidas a las alturas. Wito esperó hasta comprobar lo más importante, el
cuerpecillo de Marcos, que era el nombre que repetían una y otra vez, reposaba
en los brazos del que, con toda seguridad, parecía su papá.
La entrañable escena desató recuerdos y
agitó sentimientos en el corazón del joven Biuti. Alejándose del lugar, pensó
en lo paradójica que se muestra a veces la vida. El buscado se convertía en
buscador y, cuanto más deseaba estar con los suyos, más lejos se encontraba de
ellos.
Wito, envuelto en esos y otros
pensamientos, se acomodó en una mullida pradera salpicada de diminutas flores
silvestres, para fundirse con un regalo de la naturaleza: el amanecer en el
bosque.
El espectáculo de luz y sonido había
comenzado. El sol, como director, ejecutaba compases proyectando con su batuta
dorada los rayos que despertaban a las criaturas que formaban la orquesta: el
coro de petirrojos, verderones, ruiseñores y palomas, abrían la sinfonía en
armonía con los rítmicos sonidos de ardillas, nutrias y castores, acompañados
por las graves berreas de corzos y venados. Era un concierto en el que todos
aportaban el acorde adecuado, sin desentonar, en el momento preciso. Todos eran
necesarios y, de alguna manera, se ayudaban unos a otros para que, cada día,
resultase un acontecimiento único y diferente.
Mientras Wito disfrutaba de esos
placenteros momentos, una palabra brotaba de su interior repicando en sus
sienes:”Ayuda”.
—Quizás necesite ayuda para reunirme con
los míos, se preguntaba Wito dubitativamente.
—Es maravilloso, ¿verdad?, exclamó la fina
voz de Iris, pillándole por sorpresa. Yo no me lo pierdo ni un solo día.
El Hada, sentada cómodamente encima de
unos brotes de tréboles, contemplaba junto al duende la salida del astro rey.
Wito, estupefacto, había empalidecido
quedándose sin palabras. No sabía sí reír o llorar, abrazarla o reprenderla por
darle esos sustos. Con palabras entrecortadas, el pasmado duende acertó a
decir:
— ¿Y tú que haces aquí?
—Tú me has llamado, respondió Iris.
— ¿Yo?, preguntó Wito desconcertado.
—Sí, tú. Pensaste con sinceridad que
necesitabas ayuda y yo nunca fallo a mis protegidos, ya te lo dije.
La verdad, es que el bravo Biuti estaba
cansado de vagar solo, de patear el bosque de un lado a otro y de dormir a la
intemperie. Necesitaba encontrar el camino de regreso a casa cuanto antes y con
la ayuda del Hada lo conseguiría.
—Te propongo un plan, se le adelantó Iris.
—Me encantan tus planes, dijo Wito
sonriendo; sabes que confío en ellos totalmente.
—Según mis cálculos, el camino más corto
pasa por el lugar donde rescataste al polluelo de búho, ¿recuerdas? Si
consiguiéramos convencer a su madre de que te transportara volando,
adelantarías dos jornadas, por lo menos. ¿Qué te parece?
—Estupendo. Hoy hace un día radiante y lo
disfrutaremos juntos.
— ¿Has desayunado?, le preguntó Iris
viendo su deplorable aspecto.
—No, y no me importaría hacerlo, contestó
Wito frotándose la barriga.
—Pues en marcha. Conozco unas pequeñas bayas
de color violeta que, según dicen, son deliciosas. Hoy aprenderás muchas cosas
que apenas conoces, añadió el Hada.
Iris y Wito disfrutaron de un día
inolvidable. La simpática Hada desveló al duende innumerables secretos del
bosque que en un futuro le serían muy útiles. Atravesaron
dehesas y praderas, encinares, robledales y hayedos, compartiendo el buen humor
y la alegría de estar vivos. Entrada la noche, ya se encontraban al pie del
árbol donde se conocieron por primera vez.
Iris pensó que lo mejor sería subir al
nido y, recordándole al ave su ofrecimiento, indicarle que Wito esperaba abajo
su respuesta.
Y así lo hizo, elevándose graciosamente
entre burbujas de espuma plateada, desapareció tras la verdusca retama de la
cima del abedul.
El paciente duende, no tuvo que esperar
mucho a que la mamá del polluelo rescatado apareciera planeando y se posara a
su lado. Tras intercambiar afectuosos saludos y congratularse del buen estado
del bebé, Wito explicó a la madre sus deseos de regresar a casa y el plan
ideado por Iris.
La rapaz, después de sopesar unos
instantes la petición del duende, giró la cabeza de un lado a otro con gesto
preocupado. Guiada por el hada, no tendría ningún problema en localizar el
poblado de los Biuti, pero no estaba tan segura de poder aguantar el vuelo, a
esa distancia, con el peso añadido de Wito. Le había prometido que haría
cualquier cosa por ayudarle, y ahora se sentía impotente y desolada.
Pero la astucia de Iris no tenía límites y
propuso otra alternativa sutilmente.
—No te preocupes, tienes razón, la
tranquilizó el Hada. El viaje sería peligroso para los dos. ¿No conoces a alguien
de mayor envergadura que nos pudiera echar una mano?
La mamá búho inclinó su cuello en actitud
reflexiva y, entornando sus redondos ojos, respondió a Iris mentalmente.
—Es posible que mi primo, un búho real, se
preste a realizar el viaje. No os mováis de aquí, se donde encontrarlo e
intentaré convencerle.
Wito miró a Iris arqueando las cejas y,
encogiéndose de hombros, se resignó a su suerte. El Hada intentó levantarle el
ánimo comentando que no creía en la casualidad. Wito no sabía a que se refería
pero Iris, conocedora del pasado y del futuro, un don innato de todas las hadas
guardianas, sabía lo que decía.
La noche se había cerrado, dejando
colgando en su techo una empalidecida media luna.
Descendiendo de las alturas, apareció
sobre sus cabezas la mamá del polluelo acompañada de un majestuoso ejemplar de
búho real. Wito se quedó boquiabierto, no sólo por el gran tamaño del ave sino
también por su belleza. Casi doblaba la altura de la madre y su plumaje era
espectacular. Alrededor del cuello, le crecía un espeso plumón multicolor,
predominando el dorado, que le hacía parecer un auténtico emperador de los
cielos.
Tras posarse y saludarlos cordialmente, el
búho real se ofreció encantado de poder ayudar al duende. También le agradeció
con sinceridad la valentía que había demostrado al salvar la vida del pollo,
según le relató su pariente.
La
grandeza del ave se reflejaba en su físico pero rebotaba en su corazón.
Iris les guiaría cuando surcaran la noche,
que se presentaba tupida de oscuridad pero muy prometedora.
∞ Ω ∞
Desde que Wito escapó de casa, el ambiente
en el pueblo de los Biuti había cambiado. Siempre unidos, la alegría con la que
sus habitantes se enfrentaban al quehacer diario se transformó en pura rutina.
Todos se sentían tristes y su estado de ánimo se reflejaba en la pobre
luminosidad de sus «pines».
Las partidas de búsqueda habían fracasado
y la familia de Wito estaba destrozada.
Lúa, llevaba varios días sin comer y
Bichín, que no salía de casa, se encontraba enfermo y deprimido. Don Fito decidió
cerrar la escuela hasta que se encontrara algún rastro de Wito, y hasta a los
más pequeños no se les veía jugar ni reír.
Sólo una persona en el pueblo no había
perdido la esperanza, la madre de Wito. Quizá fuese ese lazo invisible que
proporciona la maternidad, lo que le decía que su hijo estaba vivo y que lo
vería muy pronto. Como los últimos días, Vania esperó despierta a su hijo en la
soledad de la noche, siempre acompañada de un intenso presentimiento de esperanza.
∞ Ω ∞
Wito e Iris se despidieron alegremente de
la mamá búho, aunque el duende no pudo evitar que sus ojos se humedecieran. Se
sentía nervioso y no a causa del inminente viaje. Tenía tantas ganas de abrazar
y besar a los suyos, que un hormigueo constante recorría su menudo cuerpo.
El búho real batió varias veces sus
enormes alas para calentar los músculos, e hizo una señal a Wito para que
subiera a bordo. El poderío de la rapaz era extraordinario. Con su potente
aleteo, se encontraron sobrevolando el bosque en pocos segundos. El duende,
sujetándose al firme plumón del cuello del ave, sintió una sensación excitante
y desconocida, parecida al vértigo, que le hacía apretarse al cuerpo del búho
como si formase parte de él.
La estela que Iris iba dejando delante de
ellos era un espectáculo para la vista. Formaba un camino recto de luz plateada
y centelleante que recordaba a la cola de un planeta. El hada sabía exactamente
hacia dónde se dirigía pero, estaba tan contenta, que se permitía dibujar en el
aire acrobáticas piruetas desviando la trayectoria de vuelo del ave de un lado
a otro. A pesar de esas bruscas maniobras, la destreza del gran búho era
envidiable. Sin duda, era el rey de los voladores nocturnos.
∞ Ω ∞
Macius
era el duende más anciano y sabio en la aldea. Como depositario de los secretos
y tradiciones de los antepasados Biuti, poseía la única llave de la biblioteca
en la que se almacenaban, por estricto orden cronológico, cientos de pergaminos
fabricados con una pasta que se obtenía de la cocción, maceración y prensado de
una planta secreta, únicamente conocida por los Biuti. Macius, a lo largo de su
longeva vida, había leído todos y cada uno de ellos. Nadie, sin su
consentimiento, y sólo en su presencia, podía consultar la extensa herencia
escrita.
La casa comunal era el lugar en el que se
encontraba la sala de lectura. Todas las noches, Macius comprobaba que todos
los pergaminos utilizados estuvieran
colocados en su lugar, antes de cerrar la pesada puerta de madera de roble
labrada con símbolos del antiguo idioma Biuti. A continuación, iniciaba un
rutinario paseo nocturno que le ayudaba a conciliar el sueño. El sabio duende,
al igual que la mayoría de los ancianos, cada vez dormía menos y meditaba más.
Pero aquella noche se encontraba especialmente cansado y decidió no alejarse
mucho del poblado.
∞ Ω ∞
Iris disminuyó la velocidad de su
silencioso vuelo y se colocó en paralelo a Wito indicándole que mirara hacia
abajo.
Habiendo alcanzado las inmediaciones del
poblado Biuti, volaron en círculo esperando recibir la confirmación del duende
de que estaban sobre el objetivo exacto. Desde aquella altura, era complicado
distinguir puntos de referencia pero, en uno de los rodeos, Wito pudo percibir
el distorsionado reflejo de una medialuna en las tranquilas aguas del lago de
los Biuti.
El búho real esperaba la orden de Iris
planeando entre las corrientes de aire, sin embargo, la obligación de la
bondadosa hada pasaba porque se cumpliera el destino escrito para Wito y, para
eso, necesitaba que el pequeño duende acabara de sacar lo mejor de si mismo.
Era imprescindible que los sentimientos amorosos de Wito se desbordaran, y que
no quedara hueco en su corazón ni para un átomo de rencor.
En la distancia, se podían observar dos
lucecitas en el pueblo, tan diminutas como el reflejo de los granos de arena de
playa. Se trataba de los «pines» de dos Biuti, el de Macius, que reflejaba la
serenidad, y el de Vania, que brillaba de esperanza.
En el aire, y adherido al gran búho, la
mente de Wito rebosaba de ideas e intenciones, todas sanas, nobles, humildes y
desinteresadas. Cuando pensaba en pedir perdón, se le escapaban algunas
lágrimas que sabían a sinceridad y se le hacía un nudo en la garganta. Sentía
la necesidad de proclamar a los cuatro vientos lo afortunado que era, como valoraba
aquello a lo que antes no daba importancia, y lo feliz que se sentía de estar
cerca de los suyos.
Iris sabía que el momento había llegado.
Una explosión de luz y color procedente del «pin» de Wito, sólo comparable a un
hermoso e intenso crepúsculo, envolvió las figuras en descenso del hada y del
búho real.
∞ Ω ∞
Vania se asomó a la ventana para sacudirse
el sueño con el aire fresco de la noche. Al mirar al cielo, creyó que la luna
había estallado y sus fragmentos se desplomaban sobre el poblado. Alarmada y
confusa, reclamó a voces la atención de su familia que, sobresaltados, no
tardaron en hacerle compañía. Juntos, salieron a la entrada de la casa para
observar el fenómeno y Robin, preocupado, pidió a Cristal y Gregori que
avisaran rápidamente a todos los vecinos.
En el otro lado del pueblo, Macius,
incrédulo, pensó que su cansada vista le engañaba. Jamás había visto nada igual
aunque, lentamente, en su memoria empezaron a resurgir retazos de una antigua
historia que le causaba escalofríos: la gran profecía de los Biuti. Con manos
temblorosas, buscó en sus bolsillos la llave de bronce que abría la puerta de
biblioteca, y se dirigió hacia allí todo lo rápido que sus reumáticas le
permitieron.
∞ Ω ∞
La recortada silueta del búho real, en contraste
con el cegador resplandor que despedía el «pin» de Wito, se abalanzaba hacia el
centro del poblado como si de un fantasma alado se tratase. Los atónitos Biuti,
reunidos por los hermanos del duende, estaban paralizados, como clavados en el
suelo. No se atrevían a mirarse unos a otros para no demostrar el miedo que
tenían. Sólo los estridentes saludos que Wito les enviaba desde el aire, les
sacó de su estado catatónico. Vania lo sabía, su pequeño vivía y ahora estaba a
punto de abrazarle.
Robin saltaba de alegría y se achuchaba
con el resto de los duendes, felicitándose y dándole gracias a las deidades de
los bosques por el regreso de su hijo, sano y salvo.
Ya en tierra, Wito desmontó de su
majestuoso porteador y corrió como un loco hacia los extendidos brazos de su
madre.
A pesar de ser una noche bastante oscura
en el bosque, parecía que en la aldea Biuti había amanecido. El júbilo, la
alegría y la felicidad de sus habitantes, inducía a que sus «pines» emanaran
rayos luminosos que formaban cascadas de colores al cruzarse, sólo comparables
a los fuegos artificiales.
Iris, invisible para todos, daba
volteretas encima del techo de la casa de Wito, mientras los hermanos de éste,
agasajaban y reconfortaban al búho real con amables atenciones.
Wito, tras pedir perdón a su madre, se
sintió consolado por la amorosa actitud de ella al tiempo que le preguntaba:
— ¿Puedo pedirte algo, mamá?
—Lo que quieras, hijo mío, respondió
sollozando una emocionada Vania.
— ¿Me prepararías una sabrosa tarta de
moras?
∞ Ω ∞
A la
mañana siguiente, Macius convocó una sesión extraordinaria del Consejo, formado
por venerables ancianos Biuti, de la que formaba parte Robin, el padre de Wito.
Lo que Macius tenía que comunicarles era
de máxima importancia para la comunidad y, en realidad, no sabía por donde
empezar. Pero lo hizo con las siguientes palabras:
—Estimados colegas, os he reunido para
enseñaros algo muy especial. Existe un documento, en el archivo que recoge la
sabiduría de nuestros antepasados Biuti que, hasta el momento, únicamente yo
conocía; y ahora se hace necesario que lo comparta con vosotros.
El anfitrión de la reunión desplegó un
pergamino que, aunque bien conservado, despedía cierto olor a rancio. El texto,
escrito en el antiguo idioma Biuti, tendría más de mil años y su autor fue un
duende visionario de la época, considerado polémico por algunos y un pobre loco
por otros. Las generaciones Biuti posteriores descartaron tal posibilidad ya
que muchas de sus predicciones se cumplieron, en su tiempo y exactamente al pie
de la letra, tal como las profetizó.
Macius rogó silencio y se dispuso a leer
el manuscrito.
—”Ocurrirá
en una época de tristeza, donde la Fe y la Esperanza empiecen a resquebrajarse,
que bajará del cielo un jinete cabalgando una gran criatura alada, que
desprenderá tanta luz como nunca los ojos de un Biuti vieron. Será generoso,
valiente y limpio de corazón. Y en sus manos deberá ser depositada la ardua
tarea de mantener vivos los lazos que siempre han hermanado nuestro pueblo con
la Madre Naturaleza.
Mediará
en las disputas y con él nunca habrá oscuridad. Con la ayuda de un tutor, cuyo
nombre comenzará con la letra M, se convertirá en un duende sabio al que todos
pedirán consejo. Y se le conocerá como El Fabricante de Luz”.
— ¿Qué os parece?, consultó Macius a sus
invitados.
—Existen tantas coincidencias que se hace
difícil no creer, apostilló Robin; pero mi hijo es todavía un adolescente, y
tanta responsabilidad me parece excesiva, concluyó el padre de Wito ante la
conformidad del resto de asistentes.
—Debéis tener en cuenta, prosiguió Macius,
que nuestro antepasado vidente Sirius acertó con la gran inundación y la gran
plaga de orugas que estuvo a punto de acabar con nuestro bosque, hará
doscientos años; imagino que os lo contarían vuestros abuelos. Pero la
predicción más relevante que tenemos, la podemos observar a nuestro alrededor
hoy en nuestros días, y es la progresiva separación de los seres racionales con
sus naturales orígenes, caminando hacia el caos, la destrucción y, en
definitiva, el desorden natural. Por lo menos, esta profecía parece bastante
halagüeña, puntualizó Macius.
—Y se supone que lo de la letra M se
referirá a ti, intervino Blaki, otro de los venerables.
Eso creo y estoy preparado para ello.
Transmitiré a Wito, si así lo acordamos, todos mis conocimientos. Le educaré y
prepararé personalmente, según se indica en la profecía, hasta el fin de mis
días. Y con la ayuda de los Espíritus del Gran Bosque, se convertirá en el
Fabricante de Luz.
— ¿Estamos todos de acuerdo?, preguntó Macius
a los presentes.
Todos los ancianos asintieron en silencio
y, formando un círculo con las manos entrelazadas, comenzaron a recitar una
antigua oración Biuti.
∞ Ω ∞
Aquella soleada mañana, Wito, sin conocer
su próximo destino, paseaba de la mano con Lúa por los alrededores de su
escondite favorito. Recordaba el sueño que había tenido días atrás, en el que
acariciaba las sedosas trenzas de su amiga y, no pudiendo resistir la
tentación, las volvió a disfrutar. Al hacerlo, Lúa le abrazó y acercó la boca a
su oído susurrándole:
—Nunca volverás a hacernos esto, ¿verdad?
—Wito, un poco avergonzado, le respondió:
—No Lúa, jamás. Te lo prometo.
Entonces Lúa, sonriendo con picardía, besó
los labios del duende, tierna y profundamente.
Ω Ω Ω
La
mañana siguiente, Paula no remoloneó al despertar, como solía repetir todos los
días. Tampoco hubo que llamarle la atención para que apurara el desayuno y se
vistiese.
A Espe, su mamá, le extrañaba bastante que
Paula quisiera llegar al colegio antes de la hora.
— ¿Te ocurre algo, cariño?, le preguntó su
madre un poco intrigada.
—No mami. Es que quiero llegar un poco
antes a clase porque tengo algo que hacer.
— ¿Se puede saber qué?, volvió a preguntar
Espe.
—Ya te contaré, respondió Paula besándola
en la frente al despedirse.
Paula salvó de un salto los cortos
escalones del bus escolar y, al llegar al cole, también subió de dos en dos las
escaleras que conducían a su aula. Fue la primera en llegar, y aprovechó la
ocasión para colocar sus libros y cuadernos en la mesa que normalmente ocupaba
el niño de la boca torcida.
Poco a poco, el resto de alumnos apareció,
agrupándose en pequeños corros donde compartían las aventurillas del día
anterior. Paula se unió al grupo de niñas con las que solía jugar pero, con el
rabillo del ojo, no perdía de vista la puerta de entrada.
Momentos antes de que sonara el timbre que
señalaba el comienzo de las clases, Juanlu, el niño con el defecto en la boca,
atravesó la puerta, como casi siempre, taciturno y tristón. Se acercó a su mesa
y se sentó. No le extrañó ver unos libros en el otro asiento, vacío la mayoría
de los días, ya que los estudiantes los dejaban en cualquier sitio antes de
ubicarse en sus propias mesas. Pero cuando el timbre sonó y Paula se sentó a su
lado, enrojeció como un tomate pensando que era demasiado temprano para que
empezaran a gastarle bromas.
Cuando la señorita Clara les dio la
espalda para escribir unas frases en la pizarra, Paula se acercó a Juanlu y le
susurró al oído:
— ¿Quieres venir a merendar a mi casa esta
tarde?, le dijo Paula invitándole.
Juanlu, escarmentado de tantas jugarretas,
le contestó:
— ¿Lo dices en serio o sólo pretendes
humillarme?
Paula se acercó aún más y le volvió a
susurrar:
—Lo digo totalmente en serio. Quiero que
seamos amigos.
Juanlu, desconfiado, iba a decir que no la
creía pero, antes de que abriera su torcida boca, Paula selló su promesa
besándole con cariño en la mejilla.
Aquella tarde, mientras se divertían
merendando, se forjó una gran amistad que duró muchos, muchísimos años.
FIN
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