sábado, 2 de agosto de 2014

CUENTO










EL FABRICANTE DE LUZ








LUIS GANDUL SAN ANTONIO


     


      Paula cepillaba su melenita cobriza cuando escuchó, como casi todas las noches, la grave pero dulce voz de su padre.
  Cielete, ya es hora de ir a la cama.
      Para Paula, su papito era alguien muy especial. A sus siete años sabía perfectamente que él era de las pocas personas en su mundo que la comprendía. Siempre la consolaba con tiernas palabras cuando se lastimaba o manchaba jugando. Además, respondía con la paciencia de un santo al manantial de preguntas que de su cabecita surgían. ¿Qué más podía pedir?
      Pero hoy, por alguna razón, después de ir a recogerla al colegio y hablar con la maestra, Paula notó que a su papito le pasaba algo. Se le notaba, si no enfadado, sí un poco triste. Tenía que averiguar porqué.
      Paula se miró de manera coqueta al espejo del baño, saltó del taburete, guardó su cepillo favorito y corrió por el pasillo hacia su habitación.
      El dormitorio de Paula era cálido y acogedor. Los muebles de madera estaban hechos a mano y los suaves colores de la decoración invitaban a disfrutar de unos bellos y plácidos sueños. Su padre, sentado sobre el mullido edredón estampado con ositos y conejos, la recibió sonriendo y, aupándola a sus rodillas, la besó tiernamente en la frente.
—Papi, ¿qué es lo que te ocurre hoy?
—Paula, cariño, hoy he estado hablando con tu maestra, la señorita Clara, para saber cómo iban las clases. Me ha dicho que todo marchaba bien, pero me ha comentado algo que me ha disgustado. Parece ser que hay un niño en vuestra clase que tiene un pequeño defecto en la cara. Nació con la boca un poco torcida y su gesto parece el de alguien que está todo el tiempo riendo. Pero cuando le miras directamente a los ojos, te das cuenta de que trasmite una profunda tristeza. Eso podría ser, según piensa la señorita Clara, porque tú y todos los compañeros de clase os burláis de él siempre que intenta hablar, por ejemplo, cuando responde alguna pregunta que la maestra le hace.
—Pero papá, es que pone una cara muy graciosa.
—Sí Paula, pero, ¿no comprendes lo mal que lo debe pasar? ¿Has pensado que su continua tristeza pueda convertirle algún día en un ser rencoroso y cruel?
      Paula, desconcertada, solo acertó a preguntar:
—Entonces, ¿hoy no me leerás un cuento?
—No, hoy no leeremos ningún cuento. Hoy te contaré una historia que no conoces y que me relataron hace mucho tiempo.
      Intrigada e inquieta, Paula se deslizó entre las sábanas y se dispuso a escuchar con toda atención

Ω  Ω  Ω 

      Érase una vez un pueblecito de duendes, de los muchos que habitan los bosques. Todos los duendes del mundo pertenecen a la misma familia al estar unidos por la Madre Naturaleza, aunque se dividan en pequeñas comunidades para realizar un trabajo especial, transmitido de generación en generación.
      Los Biuti, que así es como se llamaban los habitantes de ese poblado, vivían cerca de un extenso y precioso lago que servía de refugio invernal a numerosas aves acuáticas. Durante los meses fríos, las aves viajaban hacia el sur buscando alimento y temperaturas más agradables. En otoño e invierno, los Biuti  dedicaban gran parte de su tiempo a reparar los plumajes de las aves que, tras miles de kilómetros de viaje, quedaban bastante maltrechos.       También recuperaban a las más débiles suministrándoles alimentos mezclados con plantas medicinales, cuyas propiedades conocían los ancianos de la comunidad. De este modo, patos, gansos, cigüeñas, grullas y otras aves acuáticas, podían partir en perfectas condiciones hacia sus lejanos destinos sureños.
      La primavera era la época que aprovechaban para recolectar y abastecerse de frutos, tubérculos y raíces, que conservaban y almacenaban para alimentarse el resto del año.
         Los duendes Biuti no solían tener vacaciones, ya que habían aprendido a disfrutar, con alegría y regocijo, de cualquier actividad que realizaran. También heredadas, poseían la sabiduría y la habilidad de vivir cada momento como si fuera el último de su existencia.
      Durante el verano, se ocupaban de vigilar los alrededores del lago, muy visitado por excursionistas humanos que en aquellas fechas acampaban cerca de él. Siempre estaban preparados para controlar algún fuego mal apagado, recoger restos de cristal que pudiesen herir a cualquier animal o recuperar plantas y árboles que los humanos se empeñaban en maltratar. Si no hubiese sido por su incansable trabajo, haría ya muchos veranos que aquella parte del bosque hubiese estado arrasada.
      El pueblecito de los Biuti estaba situado en un paraje escondido, camuflado por todo tipo de vegetación. Sus viviendas estaban construidas en los troncos de antiguos árboles muertos. Como tejados, utilizaban las cabezas de grandes setas y hongos. Además de las casas familiares, había una casa escuela y la biblioteca, la más grande de todas, que era utilizada también para las reuniones del Consejo en el que se tomaban las decisiones importantes que atañían a toda la comunidad.
      Respecto al aspecto de los Biuti, se parecían mucho a casi todos los duendes. Eran menudos, ágiles, con manos y pies pequeños, nariz puntiaguda y ojos vivarachos, brillantes y expresivos. Sus cabellos eran de color rubio tirando a ceniza, y todos tenían la capacidad de mimetizarse con el paisaje, es decir, pasar desapercibidos a los ojos de los humanos a voluntad.
      Sus ropajes estaban fabricados con tejidos vegetales que teñían con mucha destreza utilizando el jugo de flores de colores discretos pero muy hermosos.
      Lo que realmente diferenciaba a los Biuti del resto de duendes, con relación a su aspecto físico, era el apéndice que les crecía donde les terminaba la espalda. A simple vista, podía confundirse con el rabo de cualquier animal, aunque el suyo carecía de pelo. Era flexible y proporcionado con sus cuerpos, y su extremo tenía la forma de una pera pequeña, si bien para los ojos humanos podría confundirse con una bombilla.
      El gran secreto de los duendes Biuti no era sólo tener un «pin», que era así como llamaban a su graciosa colita, sino cómo y para qué lo utilizaban. Las comunidades de duendes siempre se han caracterizado por dominar el mundo de las energías y los Biuti las utilizaban de un modo muy peculiar. Habían desarrollado un canal energético que conectaba el extremo de su «pin» directamente con el cerebro y el corazón. El resultado era que sus emociones, pensamientos, estados de ánimo e intenciones, se reflejaban como energía luminosa, siempre que aquellos fuesen armoniosos y positivos. Por el contrario, si los estados de ánimo eran depresivos, las emociones tristes, los pensamientos negativos y las intenciones insanas, el «pin» no brillaba y se producía un fenómeno energético, transformado en vibraciones, que interferían en el «pin» de los duendes más próximos impidiendo que estos expandiesen su maravillosa luz.
      La luz que emanaba del apéndice de los Biuti era especial. Podías mirarla directamente sin que dañara tus ojos. Era una luz transparente y muy reconfortante. Cuando rozaba a otro cuerpo, le invadía de serenidad. Sólo era visible en la oscuridad, lo cual, unido a la voluntaria decisión de no utilizar el fuego por parte de los Biuti, lo hacía imprescindible cuando se apagaban los últimos rayos de sol en la espesuras del bosque.

∞   Ω   ∞

      Wito era un duende Biuti casi adolescente. Aunque es bien sabido que los duendes disfrutan de una vida mucho más larga que la de los humanos, en comparación vendría a tener unos nueve o diez años. Como todos los niños de esa edad, duendes o no, acudía todos los días a la escuela.
      A Wito siempre le había entusiasmado aprender. Sentía una curiosidad innata por todo lo que le rodeaba y se aplicaba en el conocimiento de los secretos de la vida en el bosque. Pero, últimamente, había perdido la ilusión.    Remoloneaba a la hora de levantarse, estaba casi siempre de mal humor, le costaba concentrarse en clase y no se relacionaba con sus compañeros y amigos. Esa actitud tenía muy preocupados a sus familiares.
      Aquella mañana, Wito volvió a intentar faltar a la escuela aludiendo que estaba enfermo; esta vez era la garganta, cosa que no convenció a su madre ya que, durante las últimas semanas, había padecido todas las enfermedades imaginables y, por supuesto, imaginarias.

      Después de tomarse un batido de bayas, Wito cogió su mochila de hojas de hiedra y, con semblante triste, se dirigió al sendero que conducía a la escuela.  Iba pateando todos lo guijarros que encontraba a su paso cuando coincidió en el camino con su amiga Lúa.

  Hola Wito, hace un bonito día ¿verdad?
  Si tú lo dices, contestó Wito secamente.
  ¿Qué pasa, Wito?, ¿sigues con tus tontos complejos?
— ¿Tontos?, serán tontos para ti; como la gente no se pasa el día burlándose y gastándote estúpidas bromas.
         Wito tenía sus razones para contestar así. Desde hacía unos meses, había estado soportando el continuo escarnio de sus compañeros por culpa de los caprichos de la naturaleza. Los Biuti adolescentes empezaban a desarrollar el «pin» cuando despertaban sus hormonas. Esto ocurría, más o menos, a la edad que tenía Wito. A la mayoría de los Biuti de esa edad ya les había crecido, por lo menos, medio palmo, y se jactaban y presumían de él mostrándoselo unos a otros, orgullosos como pavos reales. Pero a Wito, hasta el momento, sólo le había asomado un pequeño bultito del tamaño de media nuez. Ese era el motivo de su desgracia.
         Cabizbajo, Wito siguió caminando lentamente hacia la cúpula roja que cubría la casa escuela y que destacaba en el horizonte. La casa escuela estaba construida dentro de los restos muertos de un alcornoque gigante. El corcho que aún conservaba, servía para aislar la escuela de los fríos y de las humedades. También lo habían utilizado en la fabricación de mesas, pupitres y sillas, al ser un material flexible, cómodo y fácil de trabajar.
         De las paredes del interior colgaban detallados grabados de la anatomía de diferentes aves que, por su aspecto amarillento, reflejaban ser muy antiguos. Al fondo de la clase, se alzaba una enorme estantería donde se alineaban numerosos envases de barro cocido conteniendo muestras de una gran variedad de plantas medicinales.
         El lugar reservado al maestro, Don Fito, era una plataforma algo más elevada que el resto de la estancia. A su espalda, podía observarse un gran mapa de la zona del bosque que habitaban y, a su izquierda, un gráfico con los planetas y constelaciones que transitaban la bóveda celeste cada época del año.
         Cuando Wito abrió la puerta de la clase, Don Fito aún no había llegado. Dirigiéndose a su pupitre, pasó por delante de Lúa que le obsequió con una sincera sonrisa. Justo en el momento en que se sentía un poco más animado, oyó una voz chillona que resonó en toda la clase.
          — ¿Quién el duende tontín al que no le crece el «pin»? Las risas se dispararon en todas direcciones y no cesaron hasta que apareció Don Fito que, con enérgicas palabras, controló la situación.
         — ¡Orden, orden!, parad ya, jóvenes Biuti. Hoy comenzaremos a estudiar como se forman las tormentas.         Mientras se hacia el silencio en el aula, unas lágrimas contenidas resbalaron por las mejillas de Wito.
         Al igual que los niños humanos, los niños Biuti se comportaban, a veces, de manera cruel; una crueldad inconsciente, no premeditada, pero con consecuencias muy dolorosas.
         Aunque la vida de los duendes Biuti era muy larga, en su primera etapa educativa predominaban los temas relacionados con los fenómenos naturales, ya que su conocimiento era una cuestión de vital supervivencia para ellos a su edad. Los otros temas: filosóficos, sociales, históricos y científicos, eran tratados en profundidad cuando se dominaban los primeros.
         La jornada escolar transcurrió sin ninguna novedad, entre nubes, relámpagos, nieblas, vientos, rayos, inundaciones y demás explicaciones que Don Fito se esforzaba en dramatizar. Todos debían estar preparados ante las fuerzas de la naturaleza. Los alumnos Biuti se sentían impresionados. Don Fito transmitía sus experiencias como si las estuviese reviviendo. Sabía captar la atención de sus pupilos como nadie, aunque, esa mañana, más de uno tenía la cabeza en otra parte.
         Bichín, era el típico duende revoltoso y graciosillo. Él fue el responsable de la última broma que padeció Wito y parecía no haberse divertido lo suficiente. Para su edad, tenía un «pin»  considerable, pero la luz que generaba no era muy brillante.
         Bichín, se había pasado media mañana atento a las explicaciones de Don Fito, y la otra media maquinando un plan para que a sus compañeros les doliese la barriga de tanto reír; pero, desafortunadamente, a costa del compañero más vulnerable, Wito.
La mesa donde se sentaba Bichín estaba situada al fondo de la clase justo delante de la gran estantería, lo que le facilitaba sin mucho esfuerzo acceder sin ser visto a las baldas inferiores. Para sus planes necesitaba un grueso rabito de la hoja de un laurel y un pellizco de resina de la que se solía utilizar en los trabajos manuales. Una vez que hubo conseguido lo que pretendía, Bichín esperó pacientemente a que llegara la hora de salida de clase.
         Cuando Don Fito recordó las tareas para el día siguiente, los jóvenes Biuti ya lo tenían todo recogido y estaban deseando brincar de sus asientos y salir a corretear. Al recibir el permiso para salir, se formó un gran revuelo que permitió a Bichín deslizarse sigilosamente, rabito de laurel en mano, por el pasillo lateral izquierdo hasta la posición donde se sentaba Wito. Éste con desgana estaba sentado esperando que se despejase el montón de Biutis que a empujones pujaban por salir los primeros.
         Con la parsimonia de un camaleón, Bichín esperaba agazapado el momento idóneo para culminar su fechoría. Y lo consiguió. Ni Wito ni nadie se percató de la maniobra. Tal como había llegado y con total disimulo, Bichín retrocedió hasta su sitio.
         En clase sólo quedaban dos o tres rezagados cuando Wito se levantó y se dispuso a marcharse. Se colgó la mochila y se dirigió hacia la puerta. Bichín le pisaba los talones. Nada más alcanzar el exterior le abordó y rodeándole con un brazo le preguntó falsamente:
— ¿Cómo va todo Wito?, que aburrido es el profe Don Fito, ¿verdad?
  Si tú lo dices, contestó Wito despistado.
Habían atravesado el florido jardín que rodeaba la escuela y se aproximaban a la zona donde los estudiantes se divertían antes de regresar a casa cuando, de repente, Bichín soltó a Wito bruscamente y saltando como un poseso comenzó a gritar.
— ¡Milagro!, ¡milagro! Wito se ha convertido en un duende adulto. Entre asustados y sorprendidos, los jóvenes Biuti dejaron de jugar y volvieron sus incrédulas miradas hacia Wito. El mismo Wito se quedó paralizado sin comprender la situación. Pero el índice acusador de Bichín ya había guiado los ojos de los demás hacia la espalda de Wito.
Las carcajadas que siguieron retumbaron hasta lo más profundo del bosque.
—¡Basta!, ¡parad!, les increpaba Lúa esforzándose en detener la bufonada.
Wito, acobardado, sacó fuerzas de flaqueza para girar su cabeza y observar el improvisado apéndice que llevaba pegado a su espalda. Con furia animal y los ojos inundados de ira, se arrancó el rabito, lo partió con rabia contra sus muslos y mirando con odio a los presentes escapó campo a través como alma que lleva el diablo.

∞   Ω   ∞

La idea de abandonar el poblado Biuti no era nueva en la mente de Wito. Hacía varias semanas que la maduraba pero no había encontrado el valor suficiente para llevarla a cabo. Hoy todo había cambiado. El valor había sido sustituido por un deseo de venganza lo suficientemente intenso como para impulsar cualquier temeraria decisión.
Los pensamientos de Wito eran confusos pero siniestros. Se sentía víctima y quería devolver los golpes. Deseaba repartir su sufrimiento y que todos fuesen partícipes de él. Quizás, si le encontraran flotando en el lago, el sentimiento de culpabilidad y el remordimiento se apoderaría de la comunidad. Aunque, por otro lado, si fuese aceptado en algún poblado en otra parte del bosque jamás volvería a saber de él y su sufrimiento sería continuo mientras albergaran la esperanza de encontrarlo.
Wito se había transformado; poco quedaba de aquel noble y cariñoso duendecillo, amante de la vida y amigo de todos.
Ya lo había decidido, prefería el exilio voluntario a las frías aguas del lago. Sería esa misma noche y se dirigiría hacia el norte. Aprovecharía la luna llena para alejarse lo máximo posible del poblado ya que estaba seguro que por la mañana, cuando notasen su ausencia, enviarían partidas de duendes en su búsqueda. El haberse aplicado en las clases de Don Fito le serviría para poder arreglárselas sólo hasta que encontrara duendes más comprensivos.

∞   Ω   ∞

         Los padres de Wito, Robin y Vania, eran duendes de avanzada edad. Amaban a su hijo con toda su alma, pero Wito siempre había creído que sentían predilección por sus hermanos mayores, Gregori y Cristal. Eso eran sólo imaginaciones de Wito pero, de alguna manera, alivió su corazón cuando entreabrió la puerta del dormitorio para dedicarles un silencioso adiós.
         Bien pertrechado y procurando hacer el menor ruido posible, Wito se subió al alfeizar de la ventana del dormitorio y con la agilidad de una ardilla, se descolgó por unas ramas que acababan cerca del suelo.
         Wito atravesó el pueblo con toda celeridad por lo que no pudo observar los chisporroteos luminosos que se produjeron en las escasas viviendas iluminadas a aquellas horas y que, sin ninguna duda, fueron inducidos por los intensos sentimientos que albergaba en su corazón.
         Cuando llegó al claro donde se levantaba el majestuoso roble que servía a los Biuti como torre de observación, tomó el sendero que conducía a los manantiales subterráneos para llenar sus pequeñas calabazas de agua y emprender su gran viaje. Caminó durante toda la noche a buen ritmo, haciendo una corta parada en el Valle de las Frambuesas para recuperar fuerzas. Casi al amanecer, se encontraba a escasa distancia de la Montaña Hueca, llamada así por el gran número de galerías y túneles que cruzaban su interior. Wito había previsto esconderse allí, para descansar de día, y continuar viaje de noche. Siguiendo ese plan, tendría más posibilidades de que no lo encontraran.
         Wito aprovechó los primeros instantes del alba para recoger algunos apetitosos frutos y disfrutar de un suculento desayuno. Sentado en una roca plana, almohadillada por una gruesa capa de musgo, estuvo deleitándose con el concierto matinal que cientos de pajarillos le ofrecían.
         Su mente, ahora relajada, se dejaba llevar por las armoniosas escalas que utilizaban las aves para comunicarse; lejos quedaban los tortuosos pensamientos de la noche anterior.
         El cansancio empezó a hacer mella en su menudo cuerpecillo y si no se espabilaba se quedaría dormido. Antes de descansar, debía encontrar la entrada secreta de la cascada. Él nunca había estado antes allí, pero su hermano mayor Gregori se la había descrito con detalle en varias ocasiones. A simple vista, parecía un simple salto de agua producido por el desnivel que surgía en el curso de un arrollo, pero, según Gregori, detrás de la cortina de agua se asomaba una estrecha cornisa que conducía, por un estrecho pasadizo, al interior de la montaña.
         A Wito le costó incorporarse de su cómodo asiento, pero empezó a caminar con resolución en busca del arroyo. No tardó mucho en divisar una de las laderas de la montaña, con arbustos espesos y espinosos que la franqueaban.
         La montaña no era muy alta pero, para la estatura de un duende, su escalada se convertía en un duro reto. Wito comenzó la ascensión aprovechando la senda que dibujaban una especie de abetos enanos que se alineaban hasta la cima. Aparentemente, sólo debía seguir subiendo y esperar a escuchar el murmullo del agua. El terreno se estaba volviendo húmedo y escarpado por lo que Wito decidió dirigirse hacia una pequeña planicie que se extendía a su derecha. Antes de haberla alcanzado, se dio cuenta de que ya había encontrado lo que buscaba.
         No pudo escuchar el sonido del agua de la cascada. Lo que antes debió ser un caudaloso manantial, estaba a punto de secarse. Localizó el lugar gracias a su fino olfato, que detectó el pegajoso aroma de ciertas flores que solían crecer en las riberas de arroyos, ríos y lagunas.
         Wito se llevó una pequeña decepción al asomarse al desnivel y comprobar que la maravillosa cascada, la que Gregori le había descrito, se había convertido en un colgante hilillo de agua. Lo más preocupante era que la entrada, antes oculta por una cortina del cristalíneo elemento, ahora era completamente visible. No lo dudó, recogió todas las ramas secas que pudo y, haciendo equilibrios en la cornisa que atravesaba la antigua cascada, llegó a la entrada de la cueva dónde tuvo que gatear para penetrar al interior del pequeño ojo que la montaña le parecía guiñar.
         Estaba agotado, pero aún le quedaron fuerzas para asombrarse con la gran cámara de piedra que lo rodeaba. Realmente, su hermano se había quedado corto en sus descripciones; la vista era como para cortar la respiración.
         Wito no se tenía casi en pie, y se apresuró a tapar la entrada del túnel por el que había gateado con las ramas que había recogido. Descubrió en el suelo un hueco que parecía hecho a su medida. En él esparció todas las hojas que había logrado arrancar de las ramas, improvisando así un cómodo colchón. Exhausto, se dejó caer y durmió. Y soñó. Soñó con su padre, cuando le acompañaba al lago en verano y éste le explicaba los diferentes tipos de plumas que cubrían a las aves. Soñó con su madre y la deliciosa tarta de moras que preparaba. También soñó con su hermana, Cristal, y con los llamativos colgantes que fabricaba usando diminutos minerales de todos los colores. Y, por supuesto, también soñó con Lúa, y en como acariciaba sus largas trenzas rubias mientras paseaban abrazados por su lugar secreto.
         Wito durmió todo el día, pero no fue la suave mano de Lúa la que le despertó. Al atardecer, cientos de criaturas nocturnas también despertaban en el interior de la montaña, al unísono. Se trataba de inofensivos murciélagos que, al percibir que una de sus salidas habituales hacia el exterior se encontraba taponada, efectuaron vuelos rasantes en todas direcciones rozando alguno de los cabellos del duende. Sobresaltado, no tuvo tiempo ni de desperezarse. Rodó por el suelo y se arrastró hasta que consiguió llegar al montón de maleza acumulada que obstruía la salida. A puntapiés, y con mucho esfuerzo, logró que las ramas se precipitaran al vacío.
         Como si de una nube de humo negro se tratase, el escuadrón de insectívoros salió de la montaña a toda velocidad.
         El sorprendido duende se quedó sentado en el extremo final del túnel observando el firmamento. Había caído la noche y las estrellas brillaban con mucha intensidad. Ellas serían ahora sus compañeras de viaje. Ningún Biuti le había jamás contado que había más allá de la Montaña Hueca, y debería confiar en sus recientes conocimientos astronómicos. Pero no sería difícil, siguiendo el rumbo de la Estrella Polar avanzaría en dirección norte.

∞   Ω   ∞

      El agua del arroyo era escasa, pero fresca y cristalina. Después de saciar la sed, Wito rellenó sus calabazas y emprendió el descenso. Al alcanzar la cota más baja de la montaña, alzó la vista y trató de recordar la situación espacial de las constelaciones. No tardó mucho en localizar a sus guías y, con ánimo renovado, se puso en camino.
      Los rayos de luna formaban serpenteantes sombras al chocar contra la densa vegetación que Wito iba atravesando. A veces, debía detenerse un momento y mirar al cielo para comprobar que iba en la dirección correcta.       Había avanzado un buen trecho desde la última parada cuando, de repente, algo parecido a un quejido lo asustó. Se detuvo debajo de unas jaras y escuchó con atención. El inquietante sonido se volvió a repetir. Parecía como una llamada de auxilio, pero no podía precisar de quién procedía. El duende intuía la angustia y el miedo que transmitía el mensaje así que, aunque algo temeroso, decidió buscar por los alrededores el origen del misterio.
      Allí estaba, a los pies de un esplendoroso abedul, boca arriba e indefenso. Era un polluelo recién nacido. Tuvo que aproximarse para reconocer que se trataba de un bebé búho. Afortunadamente, no tenía nada roto pero, por desgracia para él, parecía que su triste destino estaba escrito. Wito, dentro de sus posibilidades, se limitó a lavarlo y acomodarlo lo mejor que pudo. Poco más se podía hacer; lo acarició cariñosamente y volvió sobre sus pasos.
      Le entristecía tener que abandonarlo a su suerte, pero debía alejarse de allí si quería conseguir su propósito.
      — ¿Seguro que no puedes hacer nada más por él, Wito?
      ¿Qué era aquello?, pensó Wito. Estaba seguro de haberlo oído. Quizás su cerebro le estaba jugando una mala pasada.
      —¿Quién está ahí?, pregunto nervioso Wito en voz alta.
—No Wito, no te estás imaginando nada ni sueñas despierto. Mira hacia aquí, detrás de ti.
      Wito giró su cabeza y allí estaba, a sólo unos escasos metros, sentada sobre una enorme piña y rodeada por unos centelleantes destellos dorados, similares a los que desprende una bengala encendida.
      —Soy Iris, tu Hada guardiana.
      Al igual que los humanos tienen su ángel de la guarda, los duendes contaban con hadas guardianas que ejercían como protectoras y también, de alguna manera, como conciencias parlantes y buenas consejeras.
      — ¿Qué puedo hacer por ti?, respondió Wito bastante desconcertado.
— ¡Oh!, yo no necesito nada, pero creo que hay alguien a quien no le vendría mal un poco de ayuda.
      Wito no entendía nada. De repente, y tras darle un buen susto, se le aparece alguien, que dice ser un hada, preguntándole cosas raras.
      —Wito, no pienses que son cosas raras, es muy sencillo.
      Wito no sabía que las hadas podían leer el pensamiento.
      — ¿No recuerdas con quién has estado hace un rato?, le pregunto Iris.
      Wito hizo memoria, pero no recordaba haber tropezado con nadie desde que salió del poblado, a no ser que se refiriera…
      —Sí Wito, el polluelo desvalido que encontraste, afirmó Iris, interrumpiendo los pensamientos del duende.
      —Pero Iris, yo ya he hecho todo lo que he podido. Ni sus propios padres podrían hacer más. Lo dañarían si lo intentaran, insistió Wito.
      —Yo creía que para los duendes, la vida de cualquier ser vivo era sagrada.
      —Y lo es, replicó Wito, pero la única oportunidad que tendría el polluelo de sobrevivir sería retornar al nido.
      —Tú lo has dicho. Volver al nido, afirmó Iris.
      —Sí pero, ¿cómo?, preguntó Wito.
      —Con ganas y con imaginación, respondió el Hada.
      —Y, ¿por qué no lo haces tú?, siguió preguntando Wito un poco enrabietado.
      —Por dos buenas razones. La primera es que yo soy etérea y no tengo ningún poder sobre la materia y, la segunda, porque es obligación de todo buen duende el intentarlo. Aunque por supuesto eres libre de elegir, pero si decides realizarlo yo te ayudaré.
      Wito se quedó meditando unos segundos imaginando cómo podría subir a un ser, casi de su mismo tamaño y peso, hasta la copa de un árbol gigante y de noche, con la ayuda de un hada transparente.
      —Sí, soy transparente, pero a veces tengo buenas ideas, se adelantó a comentar Iris.
      —Está bien, suponiendo que lo lograra, tardaría demasiado tiempo y amanecería y, tú, que lo adivinas todo, sabrás que pretendo pasar desapercibido porque me podrían encontrar, algo que no deseo.
      —Wito, respeto tus deseos pero sólo te pido una cosa más; y es que durante unos instantes escuches a tu corazón.
      El pequeño duende cerró los ojos, respiró profundamente, y se dejó llevar por la serenidad de la noche. En su mente comenzaron a desfilar imágenes del encuentro con el polluelo y de su frágil aspecto. No sólo podía recordar su desamparo sino que, curiosamente, también podía sentir su hambre, su frío y su temor. Era tan real y profundo lo que percibía, que no tuvo más remedio que abrir los ojos asustado.
      —De acuerdo Iris, ¿qué se te ha ocurrido para salvarlo?
      El Hada le dedicó una espléndida sonrisa y remontando el vuelo le dijo:
      —Bravo, Wito. Sígueme, tenemos mucho trabajo.
      El plan de Iris era ingenioso y se lo fue contando al duende mientras volvían en busca del bebé búho.
      —Escucha Wito, lo primero que debes hacer es tejer una especie de mochila, parecida a los cestos que tu madre y otras duendes Biuti fabrican para la época de la recolección; lo habrás visto hacer muchas veces. Cerca de aquí crece una planta con hojas alargadas y muy resistentes que puedes utilizar. Una vez tejido, deberás colocar al polluelo dentro con cuidado y colgártela a la espalda, así te será más fácil subirlo.
      Por otro lado, vosotros los duendes, sois amigos y protectores de las abejas; siempre las ayudáis a recomponer sus colmenas cuando están dañadas. Ellas utilizan una sustancia pegajosa para taponar las grietas de sus celdillas, que se solidifica con el aire pasado un tiempo. Podrías untarla en las suelas de tus botines para reforzar la adherencia durante la escalada. Incluso les podrías pedir un poco de jalea real pura, que te aportase la energía suficiente para conseguir llegar al nido. Estoy segura de que estarán encantadas de colaborar en esta bonita causa. Además hay otro detalle; el abedul es un árbol muy frondoso, con muchos nudos, que puedes utilizarlos como puntos de apoyo mientras yo te guío e ilumino tu ascensión.
      Wito se sintió aliviado; desde luego Iris sabía lo que se hacía. Se pusieron manos a la obra, a toda velocidad, dirigiéndose primero a un estanque cercano para recoger las cintas salvajes de las que Iris había hablado. Luego buscaron una colmena próxima al abedul y obtuvieron todo lo que necesitaban sin ningún problema.
      Mientras el duende trabajaba en la cesta, Iris comprobaba el árbol, proyectando visualmente la mejor ruta a seguir. Cuando todo estuvo preparado, Wito repasó mentalmente el plan y se dio cuenta de que habían pasado por alto un importante detalle: subir, estaba resuelto pero, ¿cómo bajaría? En ese momento, vinieron a su memoria las enredaderas que utilizaba su padre como cuerdas, para montar el columpio en el jardín. Sería fácil encontrar algunas por los alrededores; las empalmaría y así podría amarrarlas a alguna gruesa rama de la copa y descolgarse por ellas.

∞   Ω   ∞

      El pequeño pollo de búho no dejaba de temblar. Sus lamentos se habían espaciado y debilitado de manera preocupante. Wito extendió en el suelo la cesta que utilizaría a modo de mochila, la aplanó, e hizo rodar al polluelo, como a una croqueta gigante, hasta que ocupó toda la superficie. Intentando no dañarle el plumón, estiró las cintas que servían de colgantes y la cesta se cerró envolviendo al medio inconsciente bebé.
      Iris había regresado de su inspección, cuando el duende estaba desenvolviendo los regalos de las abejas.
      —El ascenso va a ser duro, más de lo que yo pensaba, comentó el Hada preocupada.
      —Te aconsejo que dividas la jalea en dos tomas, una para ahora y otra de reserva, por si acaso.
      Wito asintió y se despojó de sus botines de cuero, para poder untar las suelas con la pegajosa sustancia que utilizaban las abejas como aislante en las colmenas. Al acabar, ingirió a pedacitos la mitad de la jalea real, e incorporándose, se dispuso a colgarse en la espalda a su compañero de escalada.
      —Allá vamos Iris, haz que se haga de día, pidió el duende encorvado por el peso de la cesta.
      Iris, flotando en el aire como una mariposa, se concentró en expandir sus plateados reflejos sobre la corteza del árbol, mientras Wito distribuía sobre su espalda, de la manera más cómoda, el peso del bebé búho.
      El audaz duende trepó los primeros tramos con la habilidad de una lagartija. Impulsado por los efectos de energética jalea, y guiado por la fosforescencia del Hada, consiguió con esfuerzo alcanzar la zona más enramada del abedul. Allí, hizo un merecido alto, en una flexible rama y sin atreverse a mirar hacia abajo.
      La respiración del polluelo se entrecortaba por momentos y había que continuar. Wito tenía las manos entumecidas y sus pies ya no se adherían como al principio, pero debía culminar el ascenso lo más rápido posible.       Comió la jalea de reserva y con decisión se dirigió directo al objetivo, no sin antes, y con la ironía de los desesperados, apremiar a Iris:
      —Vamos nena, el cielo es nuestro límite.
      Sin poder contener la risa, el Hada alumbró el siguiente tramo convencida de que aquel pequeño Biuti era un ser especial.
      Wito estaba tan concentrado en escoger los agarres correctos, que no se dio cuenta de que estaba a punto de alcanzar el hogar de los búhos.
      — ¡Alto Wito!, le alertó Iris, ya casi hemos llegado. Echaré un vistazo arriba no vaya a ser que los padres del bebé crean que tienes malas intenciones y te puedan atacar.
      Iris se elevó hacia el nido pero lo encontró vacío. Supuso que las aves nocturnas estarían cazando por su territorio. Era una buena oportunidad para dejar al polluelo y no correr riesgos. Asomándose hacia donde se encontraba apoyado el exhausto duende, le indicó con gestos que subiera cuanto antes.
      Wito, haciendo un último esfuerzo, se encaramó a las ramas que sostenían el compacto nido y, acercándose con sigilo, se introdujo en él. Súbitamente, lo que parecía una enorme sombra impulsada por el viento, se abalanzó silenciosamente hasta su posición. En un acto reflejo, y con el corazón queriendo escapar de su pecho, se giró agazapándose, dejando al polluelo descubierto. En ese momento, Wito escuchó lo que parecía un batir de alas y sintió como la estructura del nido se tambaleaba. Con la garganta seca, y de reojo, pudo ver dos enormes focos que le observaban; eran los ojos de Mamá búho que había aterrizado y aguardaba, entre furiosa y confundida, alguna explicación. Wito no tardó ni un segundo en descolgarse la cesta y, girándose por completo, la extendió liberando al bebé. De inmediato e instintivamente, el joven pollo se quedó mirando a su madre y rápidamente buscó refugio bajo sus alas.
      La tensión que había precedido el acontecimiento había desaparecido, dando paso a la ternura y a que descendiese el ritmo cardiaco de Wito. Bien es sabido que, desde siempre, los duendes y los animales se han entendido a través del pensamiento, y los de la mamá búho transmitían emoción y agradecimiento, más la promesa de que si algún día el duende la necesitara, podría contar con ella incondicionalmente.
      Wito se sentía muy feliz, pero también cansado y dolorido. Se despidió de su nueva amiga y desenrolló las tiras de enredadera que rodeaban su cintura, asegurándolas a la rama más cercana para descolgarse por ellas y volver a pisar tierra firme.
      Iris le recibió con júbilo describiendo graciosas piruetas en el aire.
      —Has estado maravilloso Wito. Me has demostrado que tienes un gran corazón, proclamó el Hada.
      —Sí, y por poco me estalla, bromeó Wito.
      —No seas exagerado, dime cómo te sientes ahora.
      — ¡Uf!, estoy molido, pero me alegro de haberte hecho caso, contestó el duende frotándose la espalda.
      —Y, ahora, ¿qué piensas hacer?, inquirió Iris.
      —Creo que descansaré y luego seguiré mi camino.
      — ¿Estás seguro?, ya sabes que te respeto y no quiero parecer entrometida pero, como consejera que soy, debo pedirte que después de descansar y recuperarte, mires en tu interior y reflexiones. Si alguna vez me vuelves a necesitar, sólo tendrás que pensar en mí con sinceridad, y yo estaré a tu lado.
      El alba les sorprendió mientras se dedicaban un cariñoso”hasta la vista”. Wito se estiró intentando recolocar sus huesos y marchó en busca de algún refugio. Al alejarse, Iris le observó fijamente, centrándose en la esfera de luz blanca y sugerente que desprendía su recién crecido «pin» y, esbozando una pícara sonrisa, se difuminó a través de los primeros rayos de sol que acompañaban el amanecer.

∞   Ω   ∞

      A Wito las piernas le pesaban como el plomo. A duras penas se mantenía erguido y sus manos le escocían como si las hubiese frotado con ortigas.
      Desde su fuga, era la primera vez que echaba de menos las comodidades del hogar. Atravesaba una zona de monte bajo y tuvo la suerte de tropezar con lo que parecía una zorrera abandonada. En su interior encontró numerosos restos de pelo, probablemente de la muda primaveral de alguna camada. Amontonó el pelamen en un rincón y se desplomó sobre él antes de que se desvanecieran sus sentidos.
      Habrían pasado varias horas cuando Wito despertó. Su cabeza parecía despejada pero, al intentar incorporarse, sintió como si le hubiesen clavado espinas de acacia por todo el cuerpo. A pesar de estar sediento y de que sus tripas gruñesen llamando su atención, decidió permanecer en reposo un ratito más.
      Era un buen momento para poner en orden sus ideas y hacer inventario de lo vivido hasta el momento.
      ¿Qué fue en realidad lo que le impulsó a dejar a los suyos? Ahora, desde la distancia, parecía más bien una rabieta exagerada que una causa verdaderamente justificada. Los oscuros sentimientos de rencor y venganza habían desaparecido por completo, y en su corazón sólo quedaba espacio para el amor y la alegría de sentirse vivo.
      ¿No estaría huyendo de si mismo, de sus miedos, complejos, y de su baja autoestima? Los dos últimos días, había demostrado que era un duende valiente, decidido, capaz de asumir difíciles retos, y lo suficientemente humilde para escuchar consejos y ponerlos en práctica.
      ¿Habría sido posible, en su momento, el haber recibido disculpas y haber sabido aceptarlas de buen grado, olvidando y perdonando las ofensas? Desde luego, no les había dado tiempo para ello o quizás, ¿no debería ser él quien se disculpase por su temeraria decisión de abandonar a su familia? Hasta el momento, su orgullo le había cegado e impedido pensar en como se sentirían todos aquellos a los que había dejado atrás; sus padres, sus hermanos, sus amigos, sus vecinos, Lúa. Sí, algunos habían sido injustos con él, sin duda, pero él lo estaba siendo con todos.
      Wito estaba siendo sincero en sus reflexiones, removiendo sus sentimientos e intentando expulsar a sus fantasmas. Después de contestar interiormente a todas las preguntas que se había planteado, tomó una firme decisión; había llegado el momento de volver a casa.
      El intrépido duende consiguió salir de la guarida como pudo. Su castigado cuerpo necesitaba con urgencia agua y comida.
      El sol, disimulado por grisáceas nubes, desaparecía en el horizonte. Wito echó un vistazo al cielo y no le gustó lo que vio. El típico tufillo a humedad y su experiencia como habitante del bosque, le indicaron que se avecinaba mal tiempo. Debía organizarse y preparar un plan. Si comía y bebía algo de inmediato, podría regresar a la Montaña Hueca sin grandes dificultades. Pasaría allí la noche protegido y, pacientemente, esperaría a que la situación meteorológica cambiara.
      Empezaron a caer las primeras gotas de lluvia mientras Wito engullía unas nutritivas raíces que había desenterrado. Su aspecto parecía repelente, pero su sabor acaramelado invitaba a seguir masticando. Y con la amplia hoja de un joven palmito, preparó una especie de cucurucho, que se llenó de agua en un momento al exponerlo a la intensa  lluvia. Ávidamente, apuró hasta la última gota de agua fresca y repitió la operación.
      Recuperadas las fuerzas, y sintiéndose un duende nuevo, siguió su plan encaminándose hacia la Montaña Hueca. El cielo estaba tan cubierto que no se divisaba ni la más brillante de las estrellas, y seguía cayendo agua sin parar. Orientarse en tales condiciones era una ardua tarea, incluso para un experto conocedor de los bosques. Sin la ayuda de las constelaciones y con las referencias del terreno distorsionadas por el temporal, Wito optó por atravesar un pronunciado cañón que le resultaba familiar. Estaba casi seguro de que al llegar a la desembocadura podría distinguir alguna de las laderas de la montaña. Pero fue una mala decisión; el agua se estaba acumulando, y ya corría bajo sus pies con la fuerza suficiente para arrastrarlo, probablemente con fatales consecuencias.
      Salir del cañón no le resultó sencillo. El terreno, embarrado y resbaladizo, cedía bajo sus pies una y otra vez. Necesitó la ayuda de unas largas raíces de eucalipto para impulsarse y conseguirlo. Calado hasta los huesos, no le quedaba más remedio que dar un gran rodeo.
      La luna se asomaba tímidamente, burlando alguna nube despistada, y sus tenues rayos iluminaban parte del sendero que seguía Wito. Se encontraba rodeado de cedros, pinos y abetos, que le ofrecían algo de protección contra el viento, convertido por momentos en furiosa ventisca. Parecía una ruta segura y pensó que ya tendría tiempo de retomar el camino correcto.
      El microclima que se formaba en ese entorno de coníferas, unido a la espesura de los helechos que crecían en la zona, hicieron que la ropa de Wito se fuera secando lentamente. Con mayor libertad de movimientos, el duende aceleró el paso intentando recuperar el ritmo perdido. Transcurrido cierto tiempo, Wito observó algo que realmente le sorprendió. En un pequeño claro, terminaba lo que sin duda era una carretera de tierra construida por el humanos. Ya las había visto en otras ocasiones en las cercanías del lago, donde aprendía ayudando a su padre. ¿Podría significar aquello haber tomado una dirección totalmente equivocada y estar ceca de los límites del bosque? ¿Debería volver por donde había venido y buscar otra ruta?, o ¿seguiría el camino de tierra para averiguar a dónde conducía? El ímpetu y su curiosidad infantil respondieron por él. En el peor de los casos, siempre tendría la referencia de la carretera para regresar, si fuese preciso.
      Con relativa prudencia, Wito fue avanzando por uno de los lados del estrecho sendero sin imaginar lo que le esperaba. Pasados unos minutos, a lo lejos divisó lo que parecía ser una luz artificial. Era un punto anaranjado, diminuto e inmóvil. A esa distancia, era imposible precisar de qué se trataba.       Por precaución, Wito abandonó el camino, rodeado de zarzas y matorrales, ocultándose tras ellos. Con sigilo, y sin perder de vista el punto de luz, fue aproximándose hacia él. Según se acercaba, se iban perfilando ciertas formas que daban la impresión de ser cuadradas, incluida la luz. Por fin, supo de qué se trataba. Era una cabaña humana y la luz provenía de una de sus ventanas. Desde luego, no tenía la menor intención de echar un vistazo al interior por lo que decidió volver sobre sus pasos.
      La lluvia había cesado y el cielo comenzaba a despejarse mansamente. Habiendo satisfecho la curiosidad, volvió a retomar el sendero de tierra en dirección contraria. Iba caminando a buen paso, despreocupado, confiado en que las estrellas harían su aparición en cualquier momento y le guiarían hacia su hogar.
      Paso a paso, los deseos de regresar con los suyos iban creciendo. Aunque se arrepentía de haber emprendido su aventura, por el dolor que seguramente habría causado, la fuga le había servido para cerrar definitivamente ciertas heridas que estaban empobreciendo su alma.
      Tan absorto estaba en sus pensamientos que, al escuchar unas voces humanas repentinamente, Wito se asustó de verdad. Al no esperar aquello, giró la cabeza en todas direcciones, para descubrir a su espalda tres o más luces en movimiento que se acercaban hacia él a gran velocidad. Instintivamente, saltó detrás de unas retamas y se mimetizó con ellas. En absoluto silencio, le pareció escuchar como las voces pronunciaban el nombre de un humano que no pudo descifrar. Las luces, cada vez más cercanas, bailaban de un rincón a otro examinándolo todo. Definitivamente, descubrió que se trataba de humanos adultos que, según su intuición, estaban unidos por la misma sensación de angustia. Portaban potentes linternas y daba la impresión de que buscaban a otro humano desesperadamente.
      Una de las linternas enfocó hacia el escondite de Wito, aunque era imposible que el humano le viese. En ese momento de incertidumbre pasó tanto miedo que, cuando los buscadores no habían acabado de alejarse, salió disparado como si en ello le fuese la vida. Corrió tan rápido que no se percató de que rodeaba la cabaña que había encontrado antes. Marchaba sin rumbo, y no paró hasta que sus pulmones y sus flacas piernas dijeron basta.
      Jadeando sin parar, Wito buscó un lugar discreto y tranquilo donde sentarse para recuperar el aliento. Unas astillas de enorme tamaño, diseminadas por el suelo, le hicieron pensar que se habría realizado alguna tala cerca de allí. Los restos de un árbol caído serían un buen escondite donde tomarse un respiro. El duende siguió el rastro de los dispersos pedazos de madera, hasta que se topó con un montículo rocoso aislado en el terreno. Confundido, se asomó al otro lado de las rocas y descubrió dos simétricas torres que acumulaban, unos encima de otros, decenas de troncos seguramente almacenados como leña.
      Wito, con la respiración calmada, se dejó caer sobre una de las rocas que parecía más plana y accesible pero, igual que si le hubiesen puesto un muelle en el trasero, rebotó gritando como un duende endemoniado.
      — ¡Ayayay!, acertó a balbucear sin haber acabado de maldecir. Mientras se palpaba la retaguardia, pensó que se habría clavado una astilla o algo peor. De pronto, sus manos acariciaron algo nuevo y desconocido para él.
      —No puede ser, es imposible, no me lo creo, se decía el joven Biuti a si mismo.
      Había pasado de saltar como las ranas, a permanecer inmóvil como un muñeco de nieve. Por momentos, la incredulidad se estaba convirtiendo en emoción. Wito, con el corazón encogido, fue estirando el cuello como una tortuga hasta que, mirando su espalda por encima del hombro, descubrió lo que para él era un tesoro: su nuevo y hermoso «pin».
      Las saladas lágrimas que rodaron por sus demacradas mejillas fueron de alegría pero, una vez calmado y recompuesto, creyó escuchar algo que sonaba como un desconsolado llanto. El sonido procedía del montículo rocoso, pero lo extraño es que allí no había visto a nadie. Quizá fuese su imaginación, exaltada por la intensidad del momento, pero no, su fino oído nunca le engañaba.
      Aunque muy leve, el lloriqueo persistía. Al acercarse a las rocas, pensando en que los animales no lloran de esa manera, recordó lo que había ocurrido en el camino que conducía a la cabaña; unos hombres adultos buscaban a alguien. Wito volvió a fijarse en la leñera y en los dos montones de troncos mojados, pero ahora otro detalle le llamó la atención. Entre ellos quedaba un pequeño hueco que antes no había observado. Cuando echó un vistazo al oscuro rincón todo empezó a encajar. En cuclillas, con los ojos fijos en el suelo y los dientes castañeándole, apareció la triste figura de un niño humano. No tendría más de cuatro años, y su lamentable aspecto inundó de ternura el corazón de Wito. Probablemente, la tormenta le sorprendió jugando y, asustado, se refugió entre los maderos.
      A los duendes no les importaba hacerse visibles ante la presencia de los niños humanos, ya que admiraban y respetaban su inocencia. Además, los adultos nunca les creían cuando éstos les contaban que habían jugado con seres mágicos y amables, amigos extraños u otras fantasías.
      Wito, conmovido, llamó la atención del pequeño y le ofreció la más cálida de sus sonrisas. La ropa del niño escurría chorretes de agua descolorida mientras temblaba como un cervatillo recién nacido. La presencia del duende le reconfortó, pero debía de llevar horas perdido, asustado y soportando el temporal. Su aspecto presentaba síntomas de estar a punto de enfermar y había que hacer algo para ponerlo a salvo con urgencia. Pero, ¿qué? Justo en el instante de formularse esa cuestión y, sin saber cómo, vino a su memoria otra pregunta que le resultó muy familiar; ¿seguro que no puedes hacer nada por él, Wito? Había entendido el mensaje. Su subconsciente le estaba recordando el encuentro con su Hada madrina, la maravillosa Iris.
      El nuevo Wito se estrujó el cerebro para buscar una solución. Acariciando con cariño al pequeño humano, perdió la mirada en el profundo azul zafiro del cielo, hasta que una estrella fugaz le inspiró enviándole la respuesta.
      Se incorporó y transmitió al muchacho con gestos que no tenía nada que temer. Le preparó un improvisado colchón de helechos secos para mantenerle aislado del húmedo suelo y, palmeando su fosforescente y recién nacido «pin», exclamó:
      —Tú eres la solución.
      Wito salió corriendo en dirección a la cabaña de los humanos. Lo lógico era que los buscadores siguieran rastreando por los alrededores de la zona. Si pudiera mostrarles la luminosidad del «pin» en movimiento, quizás intrigados, le siguieran hasta el lugar en el que se encontraba el niño.
      La luz de la ventana permanecía encendida cuando Wito pasó por delante de la cabaña. No había indicio de los hombres, por lo que decidió dirigirse en dirección opuesta a la entrada del porche. Wito volvió a mimetizarse con la vegetación de la zona, dejando sólo visible su luminoso apéndice, y se movió en zig- zag afinando todos sus sentidos. Tras unos jóvenes enebros, encontró una estrecha senda que serpenteaba un romeral salvaje y acababa en un pequeño barranco artificial. El penetrante olor del romero contrastaba con los desagradables efluvios de lo que parecía un vertedero humano. Situado en el borde, y con una mano tapando su nariz, Wito pudo contemplar lo que tanto deseaba. Al otro lado de la hondonada, brillaban las tres luces que buscaba, a las que se les había unido una más. Seguían bailando, enfocando a todas partes precipitadamente.
      El ingenioso Biuti se dio media vuelta e, inclinando el tronco hacia abajo, imitó, como pudo, el rítmico movimiento que las abejas hacen para comunicarse. El truco pareció surtir efecto, ya que las cuatro luces se agruparon en cuanto vieron su reluciente «pin» danzarín, iniciando lo que podía suponer una persecución.
      Intentando mantener la distancia suficiente para no ser alcanzado, pero sin perderlos de vista, Wito corrió y corrió, sorteando con la destreza de una liebre cualquier obstáculo que se presentaba, acortando el camino que le separaba del niño perdido.
      Wito no volvió a mirar atrás hasta que alcanzó el refugio que cobijaba al pequeño. No había duda, los humanos le seguían. El niño, acurrucado en el montón de helechos, tiritaba sin despertar de su duermevela. Arrodillado, el duende besó la frente caliente del chiquillo, y se apresuró a agazaparse tras las cañas de unos saúcos.
      Los perseguidores, conocedores del terreno, habían dado en el clavo a la primera. Emocionados, se agruparon en torno al desvalido niño entonando vítores de júbilo, y voces de agradecimiento dirigidas a las alturas. Wito esperó hasta comprobar lo más importante, el cuerpecillo de Marcos, que era el nombre que repetían una y otra vez, reposaba en los brazos del que, con toda seguridad, parecía su papá.
      La entrañable escena desató recuerdos y agitó sentimientos en el corazón del joven Biuti. Alejándose del lugar, pensó en lo paradójica que se muestra a veces la vida. El buscado se convertía en buscador y, cuanto más deseaba estar con los suyos, más lejos se encontraba de ellos.
      Wito, envuelto en esos y otros pensamientos, se acomodó en una mullida pradera salpicada de diminutas flores silvestres, para fundirse con un regalo de la naturaleza: el amanecer en el bosque.
      El espectáculo de luz y sonido había comenzado. El sol, como director, ejecutaba compases proyectando con su batuta dorada los rayos que despertaban a las criaturas que formaban la orquesta: el coro de petirrojos, verderones, ruiseñores y palomas, abrían la sinfonía en armonía con los rítmicos sonidos de ardillas, nutrias y castores, acompañados por las graves berreas de corzos y venados. Era un concierto en el que todos aportaban el acorde adecuado, sin desentonar, en el momento preciso. Todos eran necesarios y, de alguna manera, se ayudaban unos a otros para que, cada día, resultase un acontecimiento único y diferente.
      Mientras Wito disfrutaba de esos placenteros momentos, una palabra brotaba de su interior repicando en sus sienes:”Ayuda”.
      —Quizás necesite ayuda para reunirme con los míos, se preguntaba Wito dubitativamente.
      —Es maravilloso, ¿verdad?, exclamó la fina voz de Iris, pillándole por sorpresa. Yo no me lo pierdo ni un solo día.
      El Hada, sentada cómodamente encima de unos brotes de tréboles, contemplaba junto al duende la salida del astro rey.
      Wito, estupefacto, había empalidecido quedándose sin palabras. No sabía sí reír o llorar, abrazarla o reprenderla por darle esos sustos. Con palabras entrecortadas, el pasmado duende acertó a decir:
      — ¿Y tú que haces aquí?
      —Tú me has llamado, respondió Iris.
      — ¿Yo?, preguntó Wito desconcertado.
      —Sí, tú. Pensaste con sinceridad que necesitabas ayuda y yo nunca fallo a mis protegidos, ya te lo dije.
      La verdad, es que el bravo Biuti estaba cansado de vagar solo, de patear el bosque de un lado a otro y de dormir a la intemperie. Necesitaba encontrar el camino de regreso a casa cuanto antes y con la ayuda del Hada lo conseguiría.
      —Te propongo un plan, se le adelantó Iris.
      —Me encantan tus planes, dijo Wito sonriendo; sabes que confío en ellos totalmente.
      —Según mis cálculos, el camino más corto pasa por el lugar donde rescataste al polluelo de búho, ¿recuerdas? Si consiguiéramos convencer a su madre de que te transportara volando, adelantarías dos jornadas, por lo menos. ¿Qué te parece?
      —Estupendo. Hoy hace un día radiante y lo disfrutaremos juntos.
      — ¿Has desayunado?, le preguntó Iris viendo su deplorable aspecto.
      —No, y no me importaría hacerlo, contestó Wito frotándose la barriga.
      —Pues en marcha. Conozco unas pequeñas bayas de color violeta que, según dicen, son deliciosas. Hoy aprenderás muchas cosas que apenas conoces, añadió el Hada.
      Iris y Wito disfrutaron de un día inolvidable. La simpática Hada desveló al duende innumerables secretos del bosque que en un futuro le serían muy útiles.      Atravesaron dehesas y praderas, encinares, robledales y hayedos, compartiendo el buen humor y la alegría de estar vivos. Entrada la noche, ya se encontraban al pie del árbol donde se conocieron por primera vez.
      Iris pensó que lo mejor sería subir al nido y, recordándole al ave su ofrecimiento, indicarle que Wito esperaba abajo su respuesta.
      Y así lo hizo, elevándose graciosamente entre burbujas de espuma plateada, desapareció tras la verdusca retama de la cima del abedul.
         El paciente duende, no tuvo que esperar mucho a que la mamá del polluelo rescatado apareciera planeando y se posara a su lado. Tras intercambiar afectuosos saludos y congratularse del buen estado del bebé, Wito explicó a la madre sus deseos de regresar a casa y el plan ideado por Iris.
      La rapaz, después de sopesar unos instantes la petición del duende, giró la cabeza de un lado a otro con gesto preocupado. Guiada por el hada, no tendría ningún problema en localizar el poblado de los Biuti, pero no estaba tan segura de poder aguantar el vuelo, a esa distancia, con el peso añadido de Wito. Le había prometido que haría cualquier cosa por ayudarle, y ahora se sentía impotente y desolada.
      Pero la astucia de Iris no tenía límites y propuso otra alternativa sutilmente.
      —No te preocupes, tienes razón, la tranquilizó el Hada. El viaje sería peligroso para los dos. ¿No conoces a alguien de mayor envergadura que nos pudiera echar una mano?
      La mamá búho inclinó su cuello en actitud reflexiva y, entornando sus redondos ojos, respondió a Iris mentalmente.
      —Es posible que mi primo, un búho real, se preste a realizar el viaje. No os mováis de aquí, se donde encontrarlo e intentaré convencerle.
      Wito miró a Iris arqueando las cejas y, encogiéndose de hombros, se resignó a su suerte. El Hada intentó levantarle el ánimo comentando que no creía en la casualidad. Wito no sabía a que se refería pero Iris, conocedora del pasado y del futuro, un don innato de todas las hadas guardianas, sabía lo que decía.
      La noche se había cerrado, dejando colgando en su techo una empalidecida media luna.
      Descendiendo de las alturas, apareció sobre sus cabezas la mamá del polluelo acompañada de un majestuoso ejemplar de búho real. Wito se quedó boquiabierto, no sólo por el gran tamaño del ave sino también por su belleza. Casi doblaba la altura de la madre y su plumaje era espectacular. Alrededor del cuello, le crecía un espeso plumón multicolor, predominando el dorado, que le hacía parecer un auténtico emperador de los cielos.
      Tras posarse y saludarlos cordialmente, el búho real se ofreció encantado de poder ayudar al duende. También le agradeció con sinceridad la valentía que había demostrado al salvar la vida del pollo, según le relató su pariente.
La grandeza del ave se reflejaba en su físico pero rebotaba en su corazón.
      Iris les guiaría cuando surcaran la noche, que se presentaba tupida de oscuridad pero muy prometedora.

∞   Ω   ∞

      Desde que Wito escapó de casa, el ambiente en el pueblo de los Biuti había cambiado. Siempre unidos, la alegría con la que sus habitantes se enfrentaban al quehacer diario se transformó en pura rutina. Todos se sentían tristes y su estado de ánimo se reflejaba en la pobre luminosidad de sus «pines».
      Las partidas de búsqueda habían fracasado y la familia de Wito estaba destrozada.
      Lúa, llevaba varios días sin comer y Bichín, que no salía de casa, se encontraba enfermo y deprimido. Don Fito decidió cerrar la escuela hasta que se encontrara algún rastro de Wito, y hasta a los más pequeños no se les veía jugar ni reír.
      Sólo una persona en el pueblo no había perdido la esperanza, la madre de Wito. Quizá fuese ese lazo invisible que proporciona la maternidad, lo que le decía que su hijo estaba vivo y que lo vería muy pronto. Como los últimos días, Vania esperó despierta a su hijo en la soledad de la noche, siempre acompañada de un intenso  presentimiento de esperanza.

∞   Ω   ∞

      Wito e Iris se despidieron alegremente de la mamá búho, aunque el duende no pudo evitar que sus ojos se humedecieran. Se sentía nervioso y no a causa del inminente viaje. Tenía tantas ganas de abrazar y besar a los suyos, que un hormigueo constante recorría su menudo cuerpo.
      El búho real batió varias veces sus enormes alas para calentar los músculos, e hizo una señal a Wito para que subiera a bordo. El poderío de la rapaz era extraordinario. Con su potente aleteo, se encontraron sobrevolando el bosque en pocos segundos. El duende, sujetándose al firme plumón del cuello del ave, sintió una sensación excitante y desconocida, parecida al vértigo, que le hacía apretarse al cuerpo del búho como si formase parte de él.
      La estela que Iris iba dejando delante de ellos era un espectáculo para la vista. Formaba un camino recto de luz plateada y centelleante que recordaba a la cola de un planeta. El hada sabía exactamente hacia dónde se dirigía pero, estaba tan contenta, que se permitía dibujar en el aire acrobáticas piruetas desviando la trayectoria de vuelo del ave de un lado a otro. A pesar de esas bruscas maniobras, la destreza del gran búho era envidiable. Sin duda, era el rey de los voladores nocturnos.

∞   Ω   ∞

          Macius era el duende más anciano y sabio en la aldea. Como depositario de los secretos y tradiciones de los antepasados Biuti, poseía la única llave de la biblioteca en la que se almacenaban, por estricto orden cronológico, cientos de pergaminos fabricados con una pasta que se obtenía de la cocción, maceración y prensado de una planta secreta, únicamente conocida por los Biuti. Macius, a lo largo de su longeva vida, había leído todos y cada uno de ellos. Nadie, sin su consentimiento, y sólo en su presencia, podía consultar la extensa herencia escrita.
      La casa comunal era el lugar en el que se encontraba la sala de lectura. Todas las noches, Macius comprobaba que todos los pergaminos utilizados  estuvieran colocados en su lugar, antes de cerrar la pesada puerta de madera de roble labrada con símbolos del antiguo idioma Biuti. A continuación, iniciaba un rutinario paseo nocturno que le ayudaba a conciliar el sueño. El sabio duende, al igual que la mayoría de los ancianos, cada vez dormía menos y meditaba más. Pero aquella noche se encontraba especialmente cansado y decidió no alejarse mucho del poblado.

∞   Ω   ∞

      Iris disminuyó la velocidad de su silencioso vuelo y se colocó en paralelo a Wito indicándole que mirara hacia abajo.
      Habiendo alcanzado las inmediaciones del poblado Biuti, volaron en círculo esperando recibir la confirmación del duende de que estaban sobre el objetivo exacto. Desde aquella altura, era complicado distinguir puntos de referencia pero, en uno de los rodeos, Wito pudo percibir el distorsionado reflejo de una medialuna en las tranquilas aguas del lago de los Biuti.
      El búho real esperaba la orden de Iris planeando entre las corrientes de aire, sin embargo, la obligación de la bondadosa hada pasaba porque se cumpliera el destino escrito para Wito y, para eso, necesitaba que el pequeño duende acabara de sacar lo mejor de si mismo. Era imprescindible que los sentimientos amorosos de Wito se desbordaran, y que no quedara hueco en su corazón ni para un átomo de rencor.
      En la distancia, se podían observar dos lucecitas en el pueblo, tan diminutas como el reflejo de los granos de arena de playa. Se trataba de los «pines» de dos Biuti, el de Macius, que reflejaba la serenidad, y el de Vania, que brillaba de esperanza.
      En el aire, y adherido al gran búho, la mente de Wito rebosaba de ideas e intenciones, todas sanas, nobles, humildes y desinteresadas. Cuando pensaba en pedir perdón, se le escapaban algunas lágrimas que sabían a sinceridad y se le hacía un nudo en la garganta. Sentía la necesidad de proclamar a los cuatro vientos lo afortunado que era, como valoraba aquello a lo que antes no daba importancia, y lo feliz que se sentía de estar cerca de los suyos.
      Iris sabía que el momento había llegado. Una explosión de luz y color procedente del «pin» de Wito, sólo comparable a un hermoso e intenso crepúsculo, envolvió las figuras en descenso del hada y del búho real.

∞   Ω   ∞

      Vania se asomó a la ventana para sacudirse el sueño con el aire fresco de la noche. Al mirar al cielo, creyó que la luna había estallado y sus fragmentos se desplomaban sobre el poblado. Alarmada y confusa, reclamó a voces la atención de su familia que, sobresaltados, no tardaron en hacerle compañía. Juntos, salieron a la entrada de la casa para observar el fenómeno y Robin, preocupado, pidió a Cristal y Gregori que avisaran rápidamente a todos los vecinos.
      En el otro lado del pueblo, Macius, incrédulo, pensó que su cansada vista le engañaba. Jamás había visto nada igual aunque, lentamente, en su memoria empezaron a resurgir retazos de una antigua historia que le causaba escalofríos: la gran profecía de los Biuti. Con manos temblorosas, buscó en sus bolsillos la llave de bronce que abría la puerta de biblioteca, y se dirigió hacia allí todo lo rápido que sus reumáticas le permitieron.

∞   Ω   ∞

      La recortada silueta del búho real, en contraste con el cegador resplandor que despedía el «pin» de Wito, se abalanzaba hacia el centro del poblado como si de un fantasma alado se tratase. Los atónitos Biuti, reunidos por los hermanos del duende, estaban paralizados, como clavados en el suelo. No se atrevían a mirarse unos a otros para no demostrar el miedo que tenían. Sólo los estridentes saludos que Wito les enviaba desde el aire, les sacó de su estado catatónico. Vania lo sabía, su pequeño vivía y ahora estaba a punto de abrazarle.
      Robin saltaba de alegría y se achuchaba con el resto de los duendes, felicitándose y dándole gracias a las deidades de los bosques por el regreso de su hijo, sano y salvo.
      Ya en tierra, Wito desmontó de su majestuoso porteador y corrió como un loco hacia los extendidos brazos de su madre.
      A pesar de ser una noche bastante oscura en el bosque, parecía que en la aldea Biuti había amanecido. El júbilo, la alegría y la felicidad de sus habitantes, inducía a que sus «pines» emanaran rayos luminosos que formaban cascadas de colores al cruzarse, sólo comparables a los fuegos artificiales.
      Iris, invisible para todos, daba volteretas encima del techo de la casa de Wito, mientras los hermanos de éste, agasajaban y reconfortaban al búho real con amables atenciones.
      Wito, tras pedir perdón a su madre, se sintió consolado por la amorosa actitud de ella al tiempo que le preguntaba:
      — ¿Puedo pedirte algo, mamá?
      —Lo que quieras, hijo mío, respondió sollozando una emocionada Vania.
      — ¿Me prepararías una sabrosa tarta de moras?

∞   Ω   ∞

      A la mañana siguiente, Macius convocó una sesión extraordinaria del Consejo, formado por venerables ancianos Biuti, de la que formaba parte Robin, el padre de Wito.
      Lo que Macius tenía que comunicarles era de máxima importancia para la comunidad y, en realidad, no sabía por donde empezar. Pero lo hizo con las siguientes palabras:
      —Estimados colegas, os he reunido para enseñaros algo muy especial. Existe un documento, en el archivo que recoge la sabiduría de nuestros antepasados Biuti que, hasta el momento, únicamente yo conocía; y ahora se hace necesario que lo comparta con vosotros.
      El anfitrión de la reunión desplegó un pergamino que, aunque bien conservado, despedía cierto olor a rancio. El texto, escrito en el antiguo idioma Biuti, tendría más de mil años y su autor fue un duende visionario de la época, considerado polémico por algunos y un pobre loco por otros. Las generaciones Biuti posteriores descartaron tal posibilidad ya que muchas de sus predicciones se cumplieron, en su tiempo y exactamente al pie de la letra, tal como las profetizó.
      Macius rogó silencio y se dispuso a leer el manuscrito.
      —”Ocurrirá en una época de tristeza, donde la Fe y la Esperanza empiecen a resquebrajarse, que bajará del cielo un jinete cabalgando una gran criatura alada, que desprenderá tanta luz como nunca los ojos de un Biuti vieron. Será generoso, valiente y limpio de corazón. Y en sus manos deberá ser depositada la ardua tarea de mantener vivos los lazos que siempre han hermanado nuestro pueblo con la Madre Naturaleza.
      Mediará en las disputas y con él nunca habrá oscuridad. Con la ayuda de un tutor, cuyo nombre comenzará con la letra M, se convertirá en un duende sabio al que todos pedirán consejo. Y se le conocerá como El Fabricante de Luz”.
      — ¿Qué os parece?, consultó Macius a sus invitados.
      —Existen tantas coincidencias que se hace difícil no creer, apostilló Robin; pero mi hijo es todavía un adolescente, y tanta responsabilidad me parece excesiva, concluyó el padre de Wito ante la conformidad del resto de asistentes.
      —Debéis tener en cuenta, prosiguió Macius, que nuestro antepasado vidente Sirius acertó con la gran inundación y la gran plaga de orugas que estuvo a punto de acabar con nuestro bosque, hará doscientos años; imagino que os lo contarían vuestros abuelos. Pero la predicción más relevante que tenemos, la podemos observar a nuestro alrededor hoy en nuestros días, y es la progresiva separación de los seres racionales con sus naturales orígenes, caminando hacia el caos, la destrucción y, en definitiva, el desorden natural. Por lo menos, esta profecía parece bastante halagüeña, puntualizó Macius.
      —Y se supone que lo de la letra M se referirá a ti, intervino Blaki, otro de los venerables.
      Eso creo y estoy preparado para ello. Transmitiré a Wito, si así lo acordamos, todos mis conocimientos. Le educaré y prepararé personalmente, según se indica en la profecía, hasta el fin de mis días. Y con la ayuda de los Espíritus del Gran Bosque, se convertirá en el Fabricante de Luz.
      — ¿Estamos todos de acuerdo?, preguntó Macius a los presentes.
      Todos los ancianos asintieron en silencio y, formando un círculo con las manos entrelazadas, comenzaron a recitar una antigua oración Biuti.

∞   Ω   ∞

      Aquella soleada mañana, Wito, sin conocer su próximo destino, paseaba de la mano con Lúa por los alrededores de su escondite favorito. Recordaba el sueño que había tenido días atrás, en el que acariciaba las sedosas trenzas de su amiga y, no pudiendo resistir la tentación, las volvió a disfrutar. Al hacerlo, Lúa le abrazó y acercó la boca a su oído susurrándole:
      —Nunca volverás a hacernos esto, ¿verdad?
      —Wito, un poco avergonzado, le respondió:
      —No Lúa, jamás. Te lo prometo.
      Entonces Lúa, sonriendo con picardía, besó los labios del duende, tierna y profundamente.

Ω  Ω  Ω  

       La mañana siguiente, Paula no remoloneó al despertar, como solía repetir todos los días. Tampoco hubo que llamarle la atención para que apurara el desayuno y se vistiese.
      A Espe, su mamá, le extrañaba bastante que Paula quisiera llegar al colegio antes de la hora.
      — ¿Te ocurre algo, cariño?, le preguntó su madre un poco intrigada.
      —No mami. Es que quiero llegar un poco antes a clase porque tengo algo que hacer.
      — ¿Se puede saber qué?, volvió a preguntar Espe.
      —Ya te contaré, respondió Paula besándola en la frente al despedirse.
      Paula salvó de un salto los cortos escalones del bus escolar y, al llegar al cole, también subió de dos en dos las escaleras que conducían a su aula. Fue la primera en llegar, y aprovechó la ocasión para colocar sus libros y cuadernos en la mesa que normalmente ocupaba el niño de la boca torcida.
      Poco a poco, el resto de alumnos apareció, agrupándose en pequeños corros donde compartían las aventurillas del día anterior. Paula se unió al grupo de niñas con las que solía jugar pero, con el rabillo del ojo, no perdía de vista la puerta de entrada.
      Momentos antes de que sonara el timbre que señalaba el comienzo de las clases, Juanlu, el niño con el defecto en la boca, atravesó la puerta, como casi siempre, taciturno y tristón. Se acercó a su mesa y se sentó. No le extrañó ver unos libros en el otro asiento, vacío la mayoría de los días, ya que los estudiantes los dejaban en cualquier sitio antes de ubicarse en sus propias mesas. Pero cuando el timbre sonó y Paula se sentó a su lado, enrojeció como un tomate pensando que era demasiado temprano para que empezaran a gastarle bromas.
      Cuando la señorita Clara les dio la espalda para escribir unas frases en la pizarra, Paula se acercó a Juanlu y le susurró al oído:
      — ¿Quieres venir a merendar a mi casa esta tarde?, le dijo Paula invitándole.
      Juanlu, escarmentado de tantas jugarretas, le contestó:
      — ¿Lo dices en serio o sólo pretendes humillarme?
      Paula se acercó aún más y le volvió a susurrar:
      —Lo digo totalmente en serio. Quiero que seamos amigos.
      Juanlu, desconfiado, iba a decir que no la creía pero, antes de que abriera su torcida boca, Paula selló su promesa besándole con cariño en la mejilla.
      Aquella tarde, mientras se divertían merendando, se forjó una gran amistad que duró muchos, muchísimos años.





FIN

















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